Yo crecí en esos años tan "inseguros" en los que los niños íbamos en los coches sin sillitas especiales ni cinturones. Por la tarde, después de clase y de hacer los deberes, salíamos a la calle, sí, a la calle, a jugar con los vecinos; podría seguir contando muchas más "barbaridades" que hacíamos, pero lo cierto es que muchas de esas cosas están al alcance de cualquiera que las busque en Internet.
En esa época también había cosas impensables hoy en día, como vaquerías en las ciudades. Desde la ventana de la cocina de mi abuela, podíamos ver una a la que íbamos a comprar la leche. Al principio acompañábamos a mis tías, madre o abuela, pero cuando fuimos creciendo y podíamos llevar la lechera, nos tocó a la siguiente generación hacerlo. Y la verdad es que nos encantaba: ir a un sitio con animales a recoger la leche recién ordeñada era algo que sólo podíamos hacer en vacaciones y representaba para nosotras mucho más que el hecho de una compra. Por un lado, nos daba una responsabilidad que nos hacía sentirnos mayores y útiles. Por supuesto, a nadie se le pasaba por la cabeza que nos estuvieran explotando o maltratando; simplemente era una señal de que los mayores confiaban en nosotras.
Pero traer leche recién ordeñada era, también, el comienzo de un ritual que ninguna de las primas hemos olvidado a pesar de los años que han pasado. Lo primero que hacía mi abuela con esa leche era ponerla a hervir. Cuando se enfriaba, retiraba toda la nata que se había formado y la ponía en un recipiente aparte. Tomar un vaso de esa leche no era comparable con nada parecido en nuestras casas; y eso que la leche de entonces no tenía nada que ver con el lácteo aguado que nos venden hoy en día. Aún así, el sabor, olor y textura de aquella bebida es de esos recuerdos que se te quedan grabados en cada célula del cerebro, y que, pensando en ella, casi puedo saborear de nuevo.
Con la nata que había apartado, mi abuela preparaba el mejor bizcocho que he comido en mi vida. Y eso era lo que, de verdad, nos volvía locas: poder comer un pedazo cuando se enfriaba lo suficiente como para poder cogerlo y masticarlo sin quemarnos, era el dulce más exquisito que podían darnos; y el final esperado del ritual que había empezado horas antes en la vaquería. Lo complicado era vigilar el bizcocho para que ninguna de nosotras le hincara el diente antes que las demás 😉
En fin, que se supone que hemos ganado seguridad vial y alimentaria, pero por el camino hemos perdido experiencias irrepetibles e irrecuperables. Porque, una vez que las vaquerías se prohibieron en los núcleos urbanos y mi abuela tuvo que comprar la leche en la tienda, como hacíamos todos, nunca volvimos a comer un bizcocho como aquél, por mucho que ella intentaba hacerlo con todo su cariño. Menos mal que los recuerdos siguen ahí.......al menos hasta que la edad nos haga perderlos también 😁
Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados
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