Recordaba perfectamente la primera vez que conoció esa palabra. Tenía 12 años y su tutora ese año era la monja que dirigía el colegio. Intentaba implantar cosas nuevas y eligió a su clase como conejillo de indias para ver si funcionaría una competición de debates. Serían dos equipos formados por tres niñas cada uno, que participarían de forma voluntaria. Los lunes les diría cuál sería el tema de la semana, el viernes se realizaría el debate y toda la clase votaría para decidir qué equipo había ganado. Que la participación no fuera obligatoria le hizo soltar un suspiro de alivio; con lo tímida que era y teniendo en cuenta los desastres que habían resultado sus participaciones voluntarias, tenía claro que, esta vez, sería mera observadora.
Los temas eran de "interés social": inmigración, igualdad, pobreza.....No recordaba todos ni el orden, pero sí recordaba aquél último que estaba escrito en la pizarra cuando ese lunes entraron en clase: EUTANASIA. Ninguna de ellas sabía lo que significaba, así que lo primero que tuvo que hacer la profesora fue explicárselo. Pidió voluntarias y para el equipo en contra no tuvo problemas; sin embargo, ninguna se ofreció para defender eso de la muerte digna que les había estado contando. No supo cómo, porque no recordaba haber tomado la decisión. Simplemente se encontró con la mano levantada.
-¿Nadie más? No puede enfrentarse ella sola. El debate sería injusto.
-No me importa. Puedo hacerlo perfectamente-casi lo prefería: era la única forma de que su timidez no la dejara pegada a la silla y sin abrir la boca mientras sus compañeras de equipo tuvieran que hacer la exposición.
Así que se pasó los días siguiente buscando información al respecto. No era tarea fácil; no había internet ni redes sociales, por lo que sólo disponía de sus queridos libros para hacerlo. En los debates anteriores se lo habían pasado muy bien, aunque, desde su punto de vista, habían utilizado demasiados números. A esas alturas de su vida, sabía que su mente no era de ciencias; los fríos y distantes datos y cifras le parecían útiles, pero para ella lo importante eran las palabras, mucho más cálidas y cercanas, así que decidió evitar usarlos.
Sorprendentemente, la mañana de aquel viernes no estaba nerviosa; tenía muy clara su exposición, los argumentos que iba a utilizar frente al otro equipo y la conclusión final. Se sentía muy orgullosa de su trabajo y no le importaba si iba a ganar o no. Sólo sabía que su forma de hacerlo no era lo que estaban esperando y deseaba que apreciaran el esfuerzo que había hecho.
Decir que se comió al equipo contrario sería quedarse cortos. Rebatió cada dato, cada cifra, cada demostración científica y el resto de la clase aplaudía sin parar cada vez que hablaba.. Cuando todavía faltaba un cuarto de hora para llegar a la conclusión, ya no sabían que más decir. Como ellas habían empezado con la exposición, le tocaba a ella el turno. Ante su sorpresa, cuando se levantó para comenzar a hablar, la profesora se adelantó y dijo:
-Bueno, como os dije, no me parecía que una contra tres fuera un debate justo. Aunque lo ha hecho muy bien, está claro que, en este tema, sólo puede haber una posición, así que no vamos a votar. Os felicito, chicas, por el trabajo que habéis hecho. Ya podéis iros.
Triste, decepcionada, bajó de la tarima pensando que no lo había hecho bien. Ante su sorpresa, cuando la monja salió del aula, sus compañeras, incluidas las tres del otro equipo, se acercaron para felicitarla. Entonces se dio cuenta de que hay temas tabú y que la gente es tan hipócrita que, aunque tengan claras sus ideas, son incapaces de exponerlas para "no molestar".
Cuando cada una volvió a su pupitre, se acercó María Eugenia, que había permanecido de pie, detrás de todas ellas.
-Era tan pequeña cuando murió mi padre, que apenas le recuerdo. Lo que nunca he podido olvidar es algo que le oí decir a mi madre, llorando, delante de mis abuelas y mis tías: "¿Es que nadie puede hacer algo para que se vaya ya y deje de sufrir una vez? Él lo pide cada día". Le respondieron que no lo repitiera, que era voluntad de Dios y que tenía que ser fuerte. Nunca entendí por qué mi madre tenía tantas ganas de que papá muriese; en casa nunca se habla de ese tema. Gracias a lo que ha pasado hoy aquí, creo que ya empiezo a entender que ella sólo quería cumplir sus deseos de irse.
Nunca más hubo debates. No les dijeron por qué, pero ella siempre pensó que preferían no hacer algo cuyos resultados no pudieran tener controlados.
Han pasado más de 40 años y la sociedad ha evolucionado tanto, que resulta increíble que todos aquellos temas de interés social sigan sin resolverse. La gente es tan civilizada y tan humana que, no sólo está permitido sino que puede estar mal visto si no se hace, cuando las mascotas llegan al final de sus días en medio de un gran sufrimiento, se las lleva a un veterinario para que las ayude a morir de la forma menos dolorosa y traumática. Sin embargo, si los últimos días, semanas o meses de una persona se desarrollan con dolor, lo único que está permitido hacer es administrar drogas que les dejan sedados o adormilados, pero, por más que los pacientes griten o supliquen que acaben con su tortura, no está permitido hacerlo.
Sentada en el borde de su cama, recordó la primera vez que se lo pidió, hacía menos de dos meses.
-Me voy para casa. ¿Necesitas algo?
-Morir. Ayúdame.
Fue algo que se repitió casi a diario. La última vez había sido un par de semanas atrás, cuando todavía estaba en el hospital.
-¿Quieres un poco de agua?
-Veneno... y acaba de una vez con esto.
No podía hacer nada y se sentía impotente ante el hecho de que si fuera un perro, haría semanas que habría acabado esa tortura. ¿Por qué les había resultado imposible a todos los gobiernos, fueran del partido que fueran, legislar para permitir que el final de las personas fuera tan humanitario como el de nuestros queridos animales? Seguía siendo un tema tabú y la gente continuaba siendo tan hipócrita como cuando tenía 12 años.
Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados