viernes, 3 de julio de 2020

Muros, fronteras y el amor





   Los últimos bombardeos de la guerra sobre Berlín les dejaron sin la poca familia que les quedaba. Más tarde, las decisiones políticas tras la paz, les situaron en el bloque oriental de la ciudad, bajo la influencia comunista. Era algo que no les preocupaba demasiado; bastante tuvieron con sobrevivir a aquellos años y labrarse un futuro. Cuando se conocieron tiempo después, él era un prometedor médico en el hospital más grande de esa parte de la ciudad y ella la enfermera jefe de urgencias. El muro que se levantó dividiendo la ciudad, meses antes del nacimiento de su hijo, tampoco les afectó como a otras personas, ya que no había familia que separar y todos sus amigos vivían en la misma zona que ellos.

   Con sus antecedentes familiares, nadie dudaba de que Hans estudiaría medicina, como así fue. Pero no sólo por influencia familiar; descubrió en la pediatría, rama en la que se especializó, su gran pasión. Trabajar con niños le divertía y alegraba, a pesar de los duros momentos de dar malas noticias por enfermedades graves. Tenía una paciencia inagotable y los pequeñajos le adoraban. Era el gran orgullo de sus padres y todo el mundo sabía que estaba destinado a ser el jefe de su planta en el hospital.

   Nunca se había metido en política y no le importaba nada más que le dejaran trabajar en paz. Entonces, ¿qué hacía allí esa madrugada del 10 de noviembre de 1989 junto con toda aquella gente? Las noticias de las últimas semanas habían sido de lo más contradictorias; todo el mundo sabía que la situación no podía durar mucho más y que el régimen terminaría abriendo sus puertas a la libre circulación, como ya había sucedido, por ejemplo, en Hungría. Se corrió la voz de que ese día se abriría el muro para no volver a cerrarse más. 

   Había quedado con los amigos con los que salía habitualmente. No sabían qué esperar, pero no querían perderse el inicio de una nueva etapa en la historia de su país, y no fueron los únicos: a medida que se acercaban al muro, más y más gente se les unió. Ante tal avalancha, los vigilantes de la frontera decidieron abrir el paso. Al otro lado, otra cantidad de gente tan multitudinaria como la que empezaba a cruzar, parecía estar esperándoles. Risas, alegría, abrazos con desconocidos, y familias reencontrándose después de tantos años. 

   Hans no tenía a nadie a quien buscar, pero nada más atravesar el muro la vio. Había tenido alguna relación, pero nunca había conocido a una mujer que le llenara lo suficiente. Sin embargo, aquella chica morena rodeada de sus amigas, todas rubias, le llamó la atención como ninguna otra lo había hecho antes. Ante su sorpresa, todo el grupo se les echó encima para abrazarles.

   -Hola, soy Greta. Venid con nosotras a tomar algo y conocer esta parte de la ciudad. Hoy estáis invitados-le dijo.

   Y sin darles ocasión de poner la más mínima objeción, les arrastraron a una de las cafeterías de la zona que había decidido servir gratis a los nuevos vecinos.

   No volvieron a separarse. Ella estaba en su último año de Ingeniería Agrónoma. Su familia tenía una enorme granja en el norte del país y se estaba preparando para llevarla junto a su padre. Cuando meses más tarde Greta acabó sus estudios y se preparó para volver a su casa, Hans lo tuvo claro: se iría con ella. Decidieron casarse casi de un día para otro porque era la única forma de que no tuviera problemas para encontrar trabajo. Aunque al principio todo fueron promesas, meses más tarde la gente de la Alemania Occidental empezó a mirarles como un peligro para sus empleos, así que dejó de ser tan fácil poder ganarse la vida al otro lado de la frontera.

   Nunca se arrepintieron de la decisión tomada, por mucho que les advirtieran de que era demasiado pronto y de que no se conocían lo suficiente. La granja de la familia de Greta estaba en un lugar maravilloso y la posibilidad de tener a un pediatra para toda la zona, dejando de desplazarse a una distancia que, en invierno era un peligro, hizo que le recibieran con los brazos abiertos. La felicidad de aquellos años sólo se vio empañada por el vacío al que les sometió la familia de Hans al ver que echaba por tierra el futuro que para él habían planeado. Pero el nacimiento de Monika cambio todo; no hay abuelo que se resista a conocer a su única nieta, así que, como en un final de cuento de hadas, habían vivido felices durante décadas.

   Estar tan cerca de la frontera con Dinamarca les permitió vivir a caballo entre los dos países. Para alguien que se crió en su infancia y juventud con un muro apartándole del resto del mundo, poder trasladarse de un país a otro sin tener que enseñar ninguna identificación le chocó al principio; estaba claro que los seres humanos no podían ser más raros, poniendo y quitando fronteras a su antojo, sólo por razones políticas y sin pensar cómo esas decisiones afectaban a la gente.

   Monika se crió, por tanto, en una libertad total: tenía amigos en los dos países y sus vacaciones y ocio estaban repartidos por igual entre Dinamarca y Alemania. Su padre solía decirle:

   -No te enamores de un danés

   -¿Y eso?

   -A pesar de no haber fronteras, son de otro país. Si te vas a vivir allí, puede que un día otro muro nos separe. No te puedes fiar de los políticos, hija. Haz caso de lo que te dice tu padre.

   Por supuesto, la única respuesta de Monika era echarse a reír, pensando en las preocupaciones absurdas que siempre tenían las personas mayores.

   Y, como no podía ser de otro modo, Hans tuvo razón.

   Primero fue Erik. El día que apareció en casa con aquel joven guapo, musculoso, educado y con su propio negocio de turismo de rutas verdes danesas, Greta y Hans supieron que Monika había hecho su elección y, por mucho que les pesara, no podían poner ninguna pega. Llevaba semanas hablando de él, desde que le conoció en sus últimas vacaciones, cosa que no había hecho nunca con sus anteriores novietes. Fue una boda rápida, a pesar de que intentaron convencerlos de que esperaran un poco.

   -Venga ya, ¿vosotros me decís eso?¿Vosotros que os casasteis en menos de un año?

   Definitivamente no tenían mucho más que alegar. Además, Erik vivía a poco más de media hora en coche de la granja, por lo que podían visitarse a diario, si hacía falta.


   -Sólo falta una semana para poderme coger las vacaciones. ¿Por qué no me esperas y vamos juntos?-le preguntó Hans.

   -Ya te he dicho que, según están las cosas, en cualquier momento pueden cerrar la frontera, Monika sale de cuentas en 10 días y no quiero que esté sola. Te lo he repetido un millón de veces-le respondió Greta, con voz cansada y pensando que, si continuaba siguiéndola por toda la casa como un perrillo abandonado, terminaría por gritarle.

   Aquel dichoso virus que ya había alcanzado niveles de pandemia estaba amenazando con transformar las vidas de todo el mundo. Nadie sabía cómo parar su contagio y, tras meses de enfermedad en China, donde había empezado, todavía no habían sido capaces de crear una vacuna. Así que todos daban por hecho que, en cualquier momento, las fronteras se cerrarían, los negocios se cerrarían y la vida que la gente conocía desaparecía para quedarse encerrados en casa.

   Cuando Greta se alejó en el coche, cargada con maletas y los últimos trastos que les faltaban por llevar para la habitación del niño, Hans se sintió solo por primera vez desde que se conocieron. Le prometió que iría a pasar el fin de semana y, si lograba arreglar el tema de las vacaciones, se quedaría con ellos. No pudo ser; al día siguiente los gobiernos europeos decretaron el cierre de fronteras para toda la Unión. Quedaban prohibidos los viajes a otros países, excepto a los que iban a retornar a los suyos. No era su caso: él era alemán y Greta no iba a volver dejando a Monika sola.

   Al principio hablaban todos los días y, si podían, hacían videollamadas. No era lo mismo que verse en persona, pero la tecnología hacía que las distancias no fueran tan grandes. Así se enteró de que el parto fue genial, de que el pequeño Hugo nació sano y salvo y pudo comprobar que, como le dijeron desde el primer momento, era clavadito a Erik; aunque a él nadie pudo convencerlo de que la sonrisa era igual a la de su Monika de bebé.

   Cuando las semanas se convirtieron en meses, la situación para Hans era cada vez más deprimente. No cogió las vacaciones que había pedido porque no podía estar con ellos; y estar solo en casa mientras se necesitaba a todo el personal sanitario para ayudar con la enfermedad, le parecía egoísta y absurdo por su parte. Estaba agotado y necesitaba verlos como fuera, así que un día que amaneció fresco pero resplandeciente, quedaron en el puesto fronterizo que habían implantado para evitar saltarse la cuarentena. Decidió ir en bici y hacer un poco de ejercicio; no pudo haber tenido mejor idea: según se acercaba al lugar tuvo que ir esquivando coches parados en medio de un atasco. Pensó que habían abierto el paso y él no se había enterado. Pero no; lo que ocurría era que todos parecían haber tenido la misma idea que ellos. A menos de un kilómetro los vehículos estaban aparcados en la cuneta. Se acercó con la bici y, ante su ojos, igual que tantos años atrás, se encontró con una multitud de personas de todas las edades, esta vez no tan numerosa, que habían acudido para poder ver a sus familiares y amigos, de los que llevaban tanto tiempo alejados. Estaba claro que el amor siempre encontraba posibilidades para triunfar, por muchas trabas que se le pusieran.

   -¡Hans!-reconoció su voz entre el griterío. Miró y la vio con el brazo en alto, indicándole dónde estaban.

   No les dejaron traspasar la línea, pero, como el resto, pudieron verse de cerca por primera vez en semanas. Bueno, más bien adivinarse tras las obligatorias mascarillas. Acercaron el cochecito donde Hugo dormía plácidamente, a pesar de la algarabía.

   Aquel encuentro se repitió varias veces, hasta que un día, más de tres meses después de iniciada la cuarentena, los políticos decidieron que el riesgo que corrían podía ser asumido y permitieron la libre circulación entre países vecinos.

   La vida volvió a la normalidad. Las familias volvieron a reunirse. Un año más tarde parecía como si todo lo sucedido durante aquellos meses hubiera sido un mal sueño compartido por la humanidad. Sin embargo, cada vez que Hans y Greta viajaban a Dinamarca a ver a su familia, no podían dejar de preguntarse cuándo y por qué motivo las fronteras volverían a cerrarse.



Texto Ana María Blanco Estébanez
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