Acarició su suave pelo y rascó tras sus orejas, mientras tarareaba esa canción que le hacía ronronear y adormilarse en sus brazos. Al poco tiempo se la pasó al veterinario y salió de la sala. No hacía falta decir nada. Le costó mucho tomar la decisión, pero si podía evitar su sufrimiento, era mejor acabar cuanto antes.
De vuelta a casa iba recordando lo que supuso la llegada de Lola a su vida, hacía ya 10 años. Después de 27 maravillosos años de matrimonio, su Álvaro la dejó tras meses de deterioro y dolores agónicos. Dios no había querido bendecirles con hijos, así que, cuando su marido murió, se dispuso a enfrentarse a un período de soledad y tristeza; hasta que un día, la hija de sus vecinos apareció con esa pequeña gatita de poco más de un mes que habían encontrado abandonada en la calle y que no estaban seguros de que fuera a sobrevivir. Volcó todo su amor y tiempo en ella y, por supuesto, sobrevivió. Se convirtió en su sombra; la seguía por toda la casa y, cuando notaba que su ánimo decaía, se subía a su regazo y la miraba con esos ojazos verdes hasta que volvía a sonreír.
Al entrar en casa sintió el mismo vacío que años atrás, cuando volvió del cementerio el día que enterró a Álvaro. Se puso a recoger sus juguetes, su cesto, el comedero.....y, de repente, sintió que el aire le faltaba. Tuvo que sentarse y respirar profundamente, mientras unas lágrimas con las que no contaba, empezaron a manar de sus ojos. No era capaz de describir el dolor que sentía en el pecho, pero era como si algo dentro de ella se estuviera rompiendo en mil pedazos impidiéndole respirar. Algo que ya conocía: lo mismo que sintió después del entierro de su marido. Si alguien le hubiera dicho que volvería a sentirlo al perder un animal, no lo había creído; estaba segura de que su corazón roto nunca volvería a recuperarse. Lola le enseñó que siempre se cura y, aunque con cicatrices, sigue sintiendo amor. Ahora le estaba haciendo recordar que amar siempre tiene un precio: el dolor.
II
Hacía meses que sabía que tenía que acabar. Lo intentó de todas las formas posibles, pero su relación no funcionaba. Estaba seguro de que si no fuera por los niños, se habrían separado ya. Cada vez que intentaba hablar con ella, le decía que era un rompefamilias, un egoísta que sólo pensaba en sí mismo.
Fueron a un consejero matrimonial y sólo sirvió para que le llovieran reproches y más reproches. Según parecía el culpable era él. Puso todo de su parte para arreglarlo. La quería como el primer día, pero había cambiado tanto que le costaba reconocer a la persona de la que se había enamorado hacía ya casi 20 años.
Estaba a punto de subir al coche para ir a trabajar, cuando sintió un dolor tan intenso que creyó que iba a morir. Se mareó y, si no se hubiera apoyado en el techo del vehículo, habría terminado en el suelo. Pensó que era un infarto o quizás un ataque de ansiedad. En ese escaso minuto en que todo su mundo se volvió negro, una luz apareció de repente. Supo que tenía que separarse sin más esperas ni prórrogas; si no lo hacía, estaba seguro de que moriría. En ese mismo instante pudo respirar de nuevo y su mundo recuperó el color que había perdido minutos antes. Sintió que algo se había roto dentro de él, pero ahora ya estaba seguro que todo iba a ir bien. Acababa de dar el primer paso para empezar a recuperarse.
III
Como cada sábado por la tarde, se dirigió a la residencia. Sabía que después de comer la encontraría descansando en su habitación y hacia allí se dirigió, tras saludar a la recepcionista y al grupito de ancianos que a esas horas solía sentarse en la entrada al solillo.
-¡Hola, abuela!-exclamó tras llamar a la puerta y abrirla.
Una mujer muy menuda, con el pelo completamente blanco y cara angustiada salió del cuarto de baño. Cada semana le sorprendía ver cómo iba mermando, y se preguntaba si al final, un sábado, cuando fuera a visitarla, simplemente habría desaparecido.
-Échala. No sé quién es y no quiere irse-lloriqueó la mujer.
La acompañó al baño, pero allí no había nadie. Estaba vacío.
-No hay nadie, abuela.
-¿Cómo que no? Mírala, ahí está, mirándome fijamente y sin decir nada-dijo mientras señalaba hacia el espejo.
Sabía que últimamente ya casi no reconocía a nadie. Sólo al grupo familiar más cercano que iba a visitarla con frecuencia. Pero que no fuera capaz de reconocer su imagen en el espejo le partió el corazón.
-Mira abuela, somos nosotras-le dijo, poniéndose a su lado y señalando al espejo.
La anciana la miró con sus ojos azules, casi transparentes, y volvió a ver el vacío con el que se encontraba cada vez más a menudo. De repente notó una chispa en su mirada y supo que estaba teniendo uno de los pocos momentos lúcidos de los que disfrutaba, cada vez más esporádicamente.
Se echó a llorar y sólo pudo abrazarla mientras le decía que todo iba bien y que no pasaba nada. Se pasaron el resto de la tarde paseando por los jardines de alrededor del edificio, recordando su vida, cuando era jovencita y luego de recién casada. Eran los momentos de los que más nítidamente tenía recuerdos, así que no se cansaba de escucharla contar cómo conoció a su abuelo y lo dura que fue la vida los primeros años de casados, cuando todavía vivían en el pueblo.
Cuando llegó la hora de irse, la dejó en el comedor, donde se disponían a darles la cena. Ese día sería el último en el que la reconoció; por eso nunca pudo olvidar aquella forma en que sus ojos azules la traspasaron sin verla, porque en aquel instante, un pinchazo en el corazón, le avisó de que era el principio del fin de su vida consciente. Aunque vivió todavía varios años más, lo que se mantuvo con vida era su cuerpo; lo que ella había sido se empezó a desvanecer aquel día en su imagen reflejada en el espejo.
Texto Ana María Blanco Estébanez
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