viernes, 21 de junio de 2019

Corazones rotos







   Acarició su suave pelo y rascó tras sus orejas, mientras tarareaba esa canción que le hacía ronronear y adormilarse en sus brazos. Al poco tiempo se la pasó al veterinario y salió de la sala. No hacía falta decir nada. Le costó mucho tomar la decisión, pero si podía evitar su sufrimiento, era mejor acabar cuanto antes.

   De vuelta a casa iba recordando lo que supuso la llegada de Lola a su vida, hacía ya 10 años. Después de 27 maravillosos años de matrimonio, su Álvaro la dejó tras meses de deterioro y dolores agónicos. Dios no había querido bendecirles con hijos, así que, cuando su marido murió, se dispuso a enfrentarse a un período de soledad y tristeza; hasta que un día, la hija de sus vecinos apareció con esa pequeña gatita de poco más de un mes que habían encontrado abandonada en la calle y que no estaban seguros de que fuera a sobrevivir. Volcó todo su amor y tiempo en ella y, por supuesto, sobrevivió. Se convirtió en su sombra; la seguía por toda la casa y, cuando notaba que su ánimo decaía, se subía a su regazo y la miraba con esos ojazos verdes hasta que volvía a sonreír.

   Al entrar en casa sintió el mismo vacío que años atrás, cuando volvió del cementerio el día que enterró a Álvaro. Se puso a recoger sus juguetes, su cesto, el comedero.....y, de repente, sintió que el aire le faltaba. Tuvo que sentarse y respirar profundamente, mientras unas lágrimas con las que no contaba, empezaron a manar de sus ojos. No era capaz de describir el dolor que sentía en el pecho, pero era como si algo dentro de ella se estuviera rompiendo en mil pedazos impidiéndole respirar. Algo que ya conocía: lo mismo que sintió después del entierro de su marido. Si alguien le hubiera dicho que volvería a sentirlo al perder un animal, no lo había creído; estaba segura de que su corazón roto nunca volvería a recuperarse. Lola le enseñó que siempre se cura y, aunque con cicatrices, sigue sintiendo amor. Ahora le estaba haciendo recordar que amar siempre tiene un precio: el dolor.

II

   Hacía meses que sabía que tenía que acabar. Lo intentó de todas las formas posibles, pero su relación no funcionaba. Estaba seguro de que si no fuera por los niños, se habrían separado ya. Cada vez que intentaba hablar con ella, le decía que era un rompefamilias, un egoísta que sólo pensaba en sí mismo.

   Fueron a un consejero matrimonial y sólo sirvió para que le llovieran reproches y más reproches. Según parecía el culpable era él. Puso todo de su parte para arreglarlo. La quería como el primer día, pero había cambiado tanto que le costaba reconocer a la persona de la que se había enamorado hacía ya casi 20 años.

   Estaba a punto de subir al coche para ir a trabajar, cuando sintió un dolor tan intenso que creyó que iba a morir. Se mareó y, si no se hubiera apoyado en el techo del vehículo, habría terminado en el suelo. Pensó que era un infarto o quizás un ataque de ansiedad. En ese escaso minuto en que todo su mundo se volvió negro, una luz apareció de repente. Supo que tenía que separarse sin más esperas ni prórrogas; si no lo hacía, estaba seguro de que moriría. En ese mismo instante pudo respirar de nuevo y su mundo recuperó el color que había perdido minutos antes. Sintió que algo se había roto dentro de él, pero ahora ya estaba seguro que todo iba a ir bien. Acababa de dar el primer paso para empezar a recuperarse.

III

   Como cada sábado por la tarde, se dirigió a la residencia. Sabía que después de comer la encontraría descansando en su habitación y hacia allí se dirigió, tras saludar a la recepcionista y al grupito de ancianos que a esas horas solía sentarse en la entrada al solillo.

   -¡Hola, abuela!-exclamó tras llamar a la puerta y abrirla.

   Una mujer muy menuda, con el pelo completamente blanco y cara angustiada salió del cuarto de baño. Cada semana le sorprendía ver cómo iba mermando, y se preguntaba si al final, un sábado, cuando fuera a visitarla, simplemente habría desaparecido.

   -Échala. No sé quién es y no quiere irse-lloriqueó la mujer.

   La acompañó al baño, pero allí no había nadie. Estaba vacío.

   -No hay nadie, abuela.

   -¿Cómo que no? Mírala, ahí está, mirándome fijamente y sin decir nada-dijo mientras señalaba hacia el espejo.

   Sabía que últimamente ya casi no reconocía a nadie. Sólo al grupo familiar más cercano que iba a visitarla con frecuencia. Pero que no fuera capaz de reconocer su imagen en el espejo le partió el corazón.

   -Mira abuela, somos nosotras-le dijo, poniéndose a su lado y señalando al espejo.

   La anciana la miró con sus ojos azules, casi transparentes, y volvió a ver el vacío con el que se encontraba cada vez más a menudo. De repente notó una chispa en su mirada y supo que estaba teniendo uno de los pocos momentos lúcidos de los que disfrutaba, cada vez más esporádicamente.

   Se echó a llorar y sólo pudo abrazarla mientras le decía que todo iba bien y que no pasaba nada. Se pasaron el resto de la tarde paseando por los jardines de alrededor del edificio, recordando su vida, cuando era jovencita y luego de recién casada. Eran los momentos de los que más nítidamente tenía recuerdos, así que no se cansaba de escucharla contar cómo conoció a su abuelo y lo dura que fue la vida los primeros años  de casados, cuando todavía vivían en el pueblo.

   Cuando llegó la hora de irse, la dejó en el comedor, donde se disponían a darles la cena. Ese día sería el último en el que la reconoció; por eso nunca pudo olvidar aquella forma en que sus ojos azules la traspasaron sin verla, porque en aquel instante, un pinchazo en el corazón, le avisó de que era el principio del fin de su vida consciente. Aunque vivió todavía varios años más, lo que se mantuvo con vida era su cuerpo; lo que ella había sido se empezó a desvanecer aquel día en su imagen reflejada en el espejo.




Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

lunes, 17 de junio de 2019

POR SER MUJER





    -¿En serio vas a rechazarlo?-le preguntó una de sus compañeras.

   Después de años esperando, le habían ofrecido la plaza que siempre había deseado; suponía una mejora económica considerable y, además, estaba a escaso cuarto de hora andando desde su casa. Les explicó cuál era el problema: había varias formas de ir a las nuevas oficinas. El camino recto era el más rápido, por supuesto. En coche, autobús, bici o cualquiera de los otros trayectos aumentaba en más del doble el tiempo, porque había que dar un enorme rodeo para cruzar las vías. Sin embargo, al lado de su casa había un paso y eso le permitía llegar en un tiempo récord........aunque suponía jugarse la vida. Resulta que aquél era el último paso a nivel que quedaba en la ciudad, hasta que varios años atrás llegó el AVE y el Ayuntamiento planeó una espectacular reforma de la zona que, partiendo del soterramiento, convertiría todo aquel espacio en una avenida con nuevas edificaciones y zonas verdes, de ocio y culturales.

   Lo primero fue cambiar el paso a nivel, que les llevaba al otro lado de las vías en escasos veinte segundos, por una pasarela. Teniendo en cuenta que la otra opción era un túnel, los vecinos consideraron que pasar por encima de las vías era mucho mejor. Además, sería una medida provisional, ya que en pocos años desaparecería. Empezaron las obras y aquello parecía no tener fin. Nadie sabía cómo podía tardarse tanto hasta que, de repente, parte de la construcción asomó por encima de los andamios y paredes de protección. Era algo enorme y sin sentido que la gente no terminaba de entender. El día que la dieron por terminada nadie pudo decir nada. Era indescriptible, una monstruosidad formada por varios tramos de rampas en zig zag de subida, la pasarela propiamente dicha para cruzar las vías, y otros tantos tramos de rampas de bajada.Todo el mundo probó a cruzarla y el resultado no pudo ser más decepcionante: se tardaba casi tres minutos a paso ligero y se llegaba al otro lado agotado de tanto subir, girar y bajar. Además, las paredes de protección laterales impedían la visión, por lo que, cuando ibas a girar a la siguiente rampa, nunca sabías si venía alguien de frente o siguiéndote. El terreno al otro lado había sido dividido en parcelas urbanizables, con las calles perfectamente trazadas y asfaltadas, y habían hecho un parque enorme alrededor de naves abandonadas que iban a ser rehabilitadas para convertirlas en salas de exposiciones y aulas formativas y de entretenimiento.

   Habían pasado más de diez años y la crisis convirtió todos aquellos proyectos en papel mojado. Lo único que se mantuvo fue, precisamente, lo único que iba a ser provisional: El Monumento, como los vecinos llamaron a la monstruosa pasarela. Excepto un par de edificios de viviendas y otro de carácter administrativo, las parcelas seguían sin urbanizar. El parque estaba muy abandonado y las naves se habían convertido en ruinas perfectas para que los grafiteros pintaran con sus espráis. Estaba todo tan abandonado que los domingos por la tarde la banda de una de las cofradías de la ciudad practicaba con sus tambores y cornetas, porque no era posible molestar a nadie. De día siempre había gente cruzando la pasarela; el considerable ahorro de tiempo hacía que, a pesar de todo, prefirieran ese trayecto. Sin embargo, de noche, a pesar de estar iluminada, casi nadie se atrevía a usarla.

   -Pues tú verás, tía. Pero si no lo aceptas, se lo estás dejando en bandeja al Repelente Vicente- siguió otra de sus compañeras.

   Se giró y se quedó mirando al fondo del despacho, donde estaba el único hombre que trabajaba con ellas. Un auténtico bicho raro, vago y egoísta al que todas estaban deseando perder de vista.

   Y entonces lo sintió. Sabía lo que iba a hacer, aunque supusiera ir en contra de su instinto de supervivencia. Siempre había sido así: era tranquila y procuraba no meterse en líos, pero había un tema con el que no podía. Nunca se había considerado feminista al estilo de esa manada de tías que pensaban que para defender sus derechos tenían que enseñar una teta. Ella defendía la igualdad de otra forma, y había tenido que empezar a hacerlo desde muy pequeña. Le tocó en suerte una familia muy machista, en la que los pocos hombres que había gozaban de unos privilegios y trato preferente que le llevaban los demonios. Y es que ella era así: no podía callarse. Protestaba y protestaba, aunque sabía que la respuesta era siempre la misma: eres una chica. Nunca entendió qué importaba eso porque se veía igual a un chico. Había cosas que podía hacer y otras que no, pero no consideraba que fuera por "ser una chica". Tenía sus limitaciones y lo aceptaba, pero no como una debilidad de su sexo, sino de ella. 

   Así que cuando se dio cuenta de que iba a perder la plaza porque tenía miedo de lo que podría pasar al ser mujer y tener que andar sola por una pasarela y descampados de noche, y que eso ni se lo plantearía un hombre, decidió que antes muerta que cederle su derecho al trabajador más jeta de su empresa.

   -La aceptaré, aunque tenga que salir todos los días con un cuchillo en el bolso-se rió mientras se lo contaba a sus compañeras.

   Y dos semanas después, un lunes a las 7:15 de la mañana, aunque lo de mañana era sólo de nombre, porque estaba todo completamente oscuro, se encontró a la entrada de la pasarela. A pesar de las luces, lo cierto es que daba miedo ir por allí. Respiró hondo y empezó a subir por la rampa. Su cuerpo iba creando sombras según avanzaba y lo único que se oía era el latido de su corazón. No podía evitar esa sensación de miedo que mantenía en alerta todos sus sentidos. Cuando llegaba al final de la segunda rampa se detuvo de golpe. ¿Eran pisadas lo que oía? Un pánico como hacía tiempo que no sentía le impedía moverse. Su cerebro palpitaba al ritmo de su corazón, que cada vez iba más acelerado. Definitivamente se oían pisadas, pero era imposible saber si venían de frente o tras ella. Se obligó a seguir andando. Llevaba zapatos con suela de goma que no hacían ningún ruido en el cemento. Las otras pisadas seguían acercándose. Ya se veía en los periódicos: Mujer desaparece cuando iba a trabajar, al atravesar una zona poco frecuentada.

   Tenía que salir de aquel laberinto infernal. Iba a echar a correr en cuanto llegara a las rampas de bajada. Faltaban sólo unos cinco metros para llegar. Las pisadas estaban cada vez más cerca. Sujetó fuerte el bolso y justo al girar para empezar a bajar llegó el choque y los gritos.

   -Joder, ¡qué susto me ha dado!-le dijo un veinteañero con una mochila a la espalda y auriculares en los oídos, cuando los dos pudieron recuperar la respiración.

   El resto del camino fue mucho más tranquilo, aunque su corazón no latió con normalidad hasta pasadas unas horas. 

   No cambió el trayecto y terminó por perder el miedo. De hecho, daba gusto disfrutar del silencio tranquilizador de esa primera hora del día. Casi todos pensaban que estaba loca por ir sola por allí, pero, la verdad, no le importaba lo que pensaran los demás. Ella era así y así iba a seguir; ya era demasiado mayor para cambiar.





Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados