-¿En serio vas a rechazarlo?-le preguntó una de sus compañeras.
Después de años esperando, le habían ofrecido la plaza que siempre había deseado; suponía una mejora económica considerable y, además, estaba a escaso cuarto de hora andando desde su casa. Les explicó cuál era el problema: había varias formas de ir a las nuevas oficinas. El camino recto era el más rápido, por supuesto. En coche, autobús, bici o cualquiera de los otros trayectos aumentaba en más del doble el tiempo, porque había que dar un enorme rodeo para cruzar las vías. Sin embargo, al lado de su casa había un paso y eso le permitía llegar en un tiempo récord........aunque suponía jugarse la vida. Resulta que aquél era el último paso a nivel que quedaba en la ciudad, hasta que varios años atrás llegó el AVE y el Ayuntamiento planeó una espectacular reforma de la zona que, partiendo del soterramiento, convertiría todo aquel espacio en una avenida con nuevas edificaciones y zonas verdes, de ocio y culturales.
Lo primero fue cambiar el paso a nivel, que les llevaba al otro lado de las vías en escasos veinte segundos, por una pasarela. Teniendo en cuenta que la otra opción era un túnel, los vecinos consideraron que pasar por encima de las vías era mucho mejor. Además, sería una medida provisional, ya que en pocos años desaparecería. Empezaron las obras y aquello parecía no tener fin. Nadie sabía cómo podía tardarse tanto hasta que, de repente, parte de la construcción asomó por encima de los andamios y paredes de protección. Era algo enorme y sin sentido que la gente no terminaba de entender. El día que la dieron por terminada nadie pudo decir nada. Era indescriptible, una monstruosidad formada por varios tramos de rampas en zig zag de subida, la pasarela propiamente dicha para cruzar las vías, y otros tantos tramos de rampas de bajada.Todo el mundo probó a cruzarla y el resultado no pudo ser más decepcionante: se tardaba casi tres minutos a paso ligero y se llegaba al otro lado agotado de tanto subir, girar y bajar. Además, las paredes de protección laterales impedían la visión, por lo que, cuando ibas a girar a la siguiente rampa, nunca sabías si venía alguien de frente o siguiéndote. El terreno al otro lado había sido dividido en parcelas urbanizables, con las calles perfectamente trazadas y asfaltadas, y habían hecho un parque enorme alrededor de naves abandonadas que iban a ser rehabilitadas para convertirlas en salas de exposiciones y aulas formativas y de entretenimiento.
Habían pasado más de diez años y la crisis convirtió todos aquellos proyectos en papel mojado. Lo único que se mantuvo fue, precisamente, lo único que iba a ser provisional: El Monumento, como los vecinos llamaron a la monstruosa pasarela. Excepto un par de edificios de viviendas y otro de carácter administrativo, las parcelas seguían sin urbanizar. El parque estaba muy abandonado y las naves se habían convertido en ruinas perfectas para que los grafiteros pintaran con sus espráis. Estaba todo tan abandonado que los domingos por la tarde la banda de una de las cofradías de la ciudad practicaba con sus tambores y cornetas, porque no era posible molestar a nadie. De día siempre había gente cruzando la pasarela; el considerable ahorro de tiempo hacía que, a pesar de todo, prefirieran ese trayecto. Sin embargo, de noche, a pesar de estar iluminada, casi nadie se atrevía a usarla.
-Pues tú verás, tía. Pero si no lo aceptas, se lo estás dejando en bandeja al Repelente Vicente- siguió otra de sus compañeras.
Se giró y se quedó mirando al fondo del despacho, donde estaba el único hombre que trabajaba con ellas. Un auténtico bicho raro, vago y egoísta al que todas estaban deseando perder de vista.
Y entonces lo sintió. Sabía lo que iba a hacer, aunque supusiera ir en contra de su instinto de supervivencia. Siempre había sido así: era tranquila y procuraba no meterse en líos, pero había un tema con el que no podía. Nunca se había considerado feminista al estilo de esa manada de tías que pensaban que para defender sus derechos tenían que enseñar una teta. Ella defendía la igualdad de otra forma, y había tenido que empezar a hacerlo desde muy pequeña. Le tocó en suerte una familia muy machista, en la que los pocos hombres que había gozaban de unos privilegios y trato preferente que le llevaban los demonios. Y es que ella era así: no podía callarse. Protestaba y protestaba, aunque sabía que la respuesta era siempre la misma: eres una chica. Nunca entendió qué importaba eso porque se veía igual a un chico. Había cosas que podía hacer y otras que no, pero no consideraba que fuera por "ser una chica". Tenía sus limitaciones y lo aceptaba, pero no como una debilidad de su sexo, sino de ella.
Así que cuando se dio cuenta de que iba a perder la plaza porque tenía miedo de lo que podría pasar al ser mujer y tener que andar sola por una pasarela y descampados de noche, y que eso ni se lo plantearía un hombre, decidió que antes muerta que cederle su derecho al trabajador más jeta de su empresa.
-La aceptaré, aunque tenga que salir todos los días con un cuchillo en el bolso-se rió mientras se lo contaba a sus compañeras.
Y dos semanas después, un lunes a las 7:15 de la mañana, aunque lo de mañana era sólo de nombre, porque estaba todo completamente oscuro, se encontró a la entrada de la pasarela. A pesar de las luces, lo cierto es que daba miedo ir por allí. Respiró hondo y empezó a subir por la rampa. Su cuerpo iba creando sombras según avanzaba y lo único que se oía era el latido de su corazón. No podía evitar esa sensación de miedo que mantenía en alerta todos sus sentidos. Cuando llegaba al final de la segunda rampa se detuvo de golpe. ¿Eran pisadas lo que oía? Un pánico como hacía tiempo que no sentía le impedía moverse. Su cerebro palpitaba al ritmo de su corazón, que cada vez iba más acelerado. Definitivamente se oían pisadas, pero era imposible saber si venían de frente o tras ella. Se obligó a seguir andando. Llevaba zapatos con suela de goma que no hacían ningún ruido en el cemento. Las otras pisadas seguían acercándose. Ya se veía en los periódicos: Mujer desaparece cuando iba a trabajar, al atravesar una zona poco frecuentada.
Tenía que salir de aquel laberinto infernal. Iba a echar a correr en cuanto llegara a las rampas de bajada. Faltaban sólo unos cinco metros para llegar. Las pisadas estaban cada vez más cerca. Sujetó fuerte el bolso y justo al girar para empezar a bajar llegó el choque y los gritos.
-Joder, ¡qué susto me ha dado!-le dijo un veinteañero con una mochila a la espalda y auriculares en los oídos, cuando los dos pudieron recuperar la respiración.
El resto del camino fue mucho más tranquilo, aunque su corazón no latió con normalidad hasta pasadas unas horas.
No cambió el trayecto y terminó por perder el miedo. De hecho, daba gusto disfrutar del silencio tranquilizador de esa primera hora del día. Casi todos pensaban que estaba loca por ir sola por allí, pero, la verdad, no le importaba lo que pensaran los demás. Ella era así y así iba a seguir; ya era demasiado mayor para cambiar.
Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados
No hay comentarios:
Publicar un comentario