miércoles, 31 de marzo de 2021

Puedo, pero....¿quiero?





   -¿No tienes carné de conducir?

   -Sí, pero no tengo coche ni quiero tenerlo-respondió con tono cansino.

   Era su primer día en el nuevo trabajo y había estado preguntando por los horarios y líneas de autobús para ir y volver. Como siempre que cambiaba de puesto y no estaba lo suficientemente cerca para ir y venir andando, se tenía que empollar la guía con los itinerarios y las desquiciantes horas de paso. También tenía que lidiar con la incomprensión de sus compañeros que no entendían que no prefiriera la libertad que te da tu propio vehículo.

   Hacía poco que había descubierto la palabra para ese miedo suyo a conducir: amaxofobia. Lo que todavía no sabía era de dónde venía su pánico. 

   Quizá fue por su accidente cuando tenía ocho años. Estaba jugando en la calle con sus vecinos, como casi todos los días. Porque sí, hubo una época en la que los niños podían jugar tranquilamente en cualquier parte, ellos solos y sin supervisión paterna.....y no pasaba nada. 

   -Un, dos, tres, zapatito inglés-gritó el que estaba apoyado de cara a la pared, mientras todos salían corriendo. 

   Cuando Alicia se quiso dar cuenta estaba arrodillada bajo el morro de un 4 latas. Todos vinieron gritando, pero se levantó como si nada. El conductor, más asustado que ella, no se fue hasta asegurarse de que estaba bien. Sólo tenía una enorme herida en la rodilla. Milagrosamente, ningún vecino lo vio, así que los únicos que lo sabían eran los demás niños. Acordaron entre todos no decir nada a sus padres porque sabían que, cuando pasaba algo, el castigo era no salir durante una temporada. No querían imaginar lo que harían los padres de Alicia si se enteraban de que casi había sido atropellada.

   Aunque quizá fue unos años más tarde: el accidente el día que estrenaron el coche nuevo de su padre,  viniendo de pasar una dominguera tarde de verano en el campo. Un atasco impresionante que hacía un trayecto relativamente corto en una insoportable espera, sin aire acondicionado, que eso es un invento nuevo, parados y moviéndose intermitentemente durante más de una hora. Un frenazo repentino del coche de delante, los frenos que su padre todavía no controlaba bien y lo siguiente que recordaba fue su nariz aplastada contra el asiento de su madre. Otra vez gritos, gente asegurándose de que todos los implicados en la múltiple colisión estaban bien y un cartón de huevos completamente destrozados sobre el asfalto, que nadie sabía cómo había ido a parar allí.

   No podía recordar todos los pequeños accidentes que había sufrido; era increíble que nunca hubiera tenido más que golpes sin importancia, aunque lo cierto es que los sustos habían sido impresionantes. Como el día que, subiendo a la Peña de Francia, una cabra saltó justo delante del coche tras el que iban. El conductor, con unos reflejos que Alicia estaba segura de no poseer, pudo frenar a tiempo para no golpearla. O la mañana que, bajando del camping donde estaban instalados en la montaña cántabra, el coche resbaló por el sendero húmedo a causa del rocío y descendió patinando hasta el borde de un barranco, donde afortunadamente se paró. Unas vacas pastando en el prado debajo de ellos les miraron sorprendidas cuando, con piernas temblorosas, bajaron del coche para respirar y comprobar exactamente la situación en la que había quedado el automóvil.

   Así que, mientras todos sus amigos se iban sacando el carné, Alicia nunca vio la necesidad. Hasta que terminó sus estudios, empezó a buscar trabajo y se dio cuenta de que, para muchos empleos, el tener el permiso de conducir era un requisito casi imprescindible.

   Empezó en la autoescuela sin demasiadas ganas. La parte teórica la controló enseguida, así que, en cuanto pudo, se apuntó para el examen. Había hecho sus propios cálculos: el teórico a la primera y, como sabía que con el práctico los nervios jugaban malas pasadas, esperaba aprobar el de circulación a la segunda.

   Salió del examen eufórica; con tantos test hechos se sabía el temario de memoria, así que estaba segura de tenerlo perfecto. Sin embargo, cuando fue a recoger los resultados, le dijeron que no había aprobado. Al principio pensó que era una broma de la chica que llevaba la parte administrativa de la autoescuela, hasta que le pasó el resguardo de la corrección.

   -Quiero una revisión-dijo ante la sorpresa de la otra joven, que nunca, en todos los años que llevaba allí, había oído nada igual.

   -Que no, que esto no es la Universidad. Es un test que se corrige automáticamente y no hay error.

   -Pues se han confundido y ésta no es la corrección de mi examen. Me salió bordado. Estoy segura de no haber fallado ni una.

   No había nada que hacer, así que Alicia se apuntó al siguiente examen para el que apenas estudió y al que acudió todavía mosqueada. Si hubiera podido se habría quedado allí mismo esperando el resultado, pero no se lo permitieron. Esta vez sí aprobó. Y empezó con las clases prácticas, segura de que le tocaría matricularse otra vez porque no creía que pudiera aprobar en la única convocatoria que le quedaba.

   Empezar a conducir fue una experiencia de lo más estresante. El primer día, tras sentarse en el asiento del conductor, su profesor le pidió que arrancara.

   -A ver, no he cogido un coche en mi vida, así que como no me digas cómo hacerlo.....-le contestó ante el estupor del hombre, que suspiró pensando en lo que se le venía encima.

   Y no se equivocó: Alicia era de las que pensaba que las normas están para cumplirlas, así que estaba pendiente de espejos, velocidad y semáforos para no saltarse nada.

   -No nos ha dado el coche que venía detrás de puro milagro. ¿Cómo se te ocurre parar si el semáforo estaba en ámbar?

   -Por eso, porque estaba en ámbar.

   -Pues él ha pensado que ibas a pasar.

   -Pues muy mal pensado por su parte porque el código dice bien claro que el semáforo en ámbar es para detenerte, a no ser que no te dé tiempo.....y a mí sí me daba.

   El hombre suspiró y movió la cabeza con impotencia. Llevaban ya varios días de práctica y no dejaba de sorprenderle. Su paciencia parecía ilimitada. Sólo un día estuvo a punto de perderla.

   -Es la primera vez me adelanta un camión de la basura. ¿Quieres ir un poco más rápido, por favor?

   -Voy a 50, que es el límite.

   Esta vez fue un bufido lo que soltó.

   Llegó el día del examen. Estaba segura de que iba a suspender.....pero no antes de salir del aparcamiento. El coche estaba en batería y había una ligera inclinación, así que en cuanto quitó el freno de mano y arrancó, se deslizó hasta que el profesor pisó el freno....y la suspendieron.

   -¿Por qué frenaste? Iba a hacerlo yo-se quejó.

   -Ya no podía esperar más. Venía un coche y podíamos haber chocado.

   Con la matrícula renovada y tres oportunidades por delante, Alicia se sintió mucho más segura, así que en el segundo intento estaba muy tranquila. Según avanzaba e iba realizando todo lo que la examinadora le pedía, sabía que iba a aprobar. Ya sólo faltaba aparcar. Cuando se lo pidió siguió avanzando.

   -¿No va a aparcar?-le preguntó.

   -Es que no veo el coche gris.

  -¿Que coche gris?-preguntó sorprendida.

   -Me ha dicho que aparque tras el coche gris-respondió ante la cara de estupor del profesor.

   -Le he dicho que aparque tras el coche de ahí. Pero eso fue hace un rato.

   Cabreada y avergonzada, casi se estrella contra los vehículos aparcados.

   En el tercer intento los nervios afloraron de nuevo. Todo fue perfecto, incluido el aparcamiento. Ya estaban volviendo al destino final cuando el examinador le pidió que adelantara al camión que estaba parado en el semáforo. Alicia, al ver que estaba en rojo, pensó que era una trampa, así que esperó a que se pusiera en verde y lo adelantó. Feliz por haberlo hecho todo bien, se bajó del coche sonriendo.

   -Suspenso-le dijo el profesor.

   -¿Cómo?-preguntó ojiplática.-Lo he hecho todo perfecto.

   -Te mandó adelantar al camión y te quedaste detrás.

   -El semáforo estaba en rojo.

   -Te tenías que haber puesto al lado.

   Alicia no sabía si matarle por no habérselo enseñado nunca en las prácticas o echarse a llorar por llegar otra vez a la última oportunidad antes de renovar la matrícula.

   Se presentó a su cuarto intento desanimada y pensando que, hiciera lo que hiciera, terminaría por meter la pata y volvería a suspender. Pero no: esta vez lo consiguió.

   -No sé por qué te ha aprobado: has estado a punto de atropellar a un ciclista por no guardar la distancia de seguridad.

   -No es cierto. No llevo metro, pero estoy segura de que dejé suficiente espacio.

   -Ten cuidado cuando empieces a conducir porque estoy seguro que vas a tener un golpe el primer día.

   Tardó en coger el coche porque en su casa sólo había uno y lo necesitaba su padre para trabajar. Aprovechando el día que tenía que llevarlo a revisión, se ofreció a conducirlo y él aceptó. Llegaron a las verjas de entrada del taller.

   -Frena. No entres porque no sé qué hace ése dando marcha atrás.

   Efectivamente: en el interior del patio había un coche que se dirigía a ellos....y que no frenó hasta que les dio. Alicia recordó inmediatamente las palabras de su profesor. Apenas se notaba el golpe y pensó que si eso era a lo que se refería, ya había pasado la prueba.

   La segunda vez fueron a ver a su familia a una ciudad cercana. Su padre sacó el coche a carretera y allí lo cogió ella. Nunca había conducido a tanta velocidad y le aterraba perder el control. Cuando llegó a la otra ciudad, que conocía perfectamente de copiloto, no dudó en las direcciones a tomar, pero terminó completamente histérica porque los otros coches se cruzaban continuamente sin dar los intermitentes.

   -¿Es que los tienen todos fundidos?-preguntó desesperada.

   A la vuelta ya no condujo ella.....y no volvió a hacerlo nunca más. No podía entender cómo a la gente le gustaba y algunos hasta decían que se relajaban. Alicia terminaba a punto de un infarto y estaba convencida de que aquello no era para ella. Y sí, estaba de acuerdo en que daba mucha libertad, pero era más importante su seguridad.....y la de cualquiera que pudiera tener la desdicha de cruzarse en su camino.




Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

jueves, 25 de marzo de 2021

Te he echado de menos





   Marta miró el móvil para comprobar la hora. Sabía que Celia era muy puntual, pero faltaba bastante para que apareciera. Había llegado pronto adrede; desde que aceptó quedar con ella no había dejado de arrepentirse y cambiar de opinión cada cinco minutos.....y todavía no estaba segura de por qué estaba allí. 

   Pagó la bebida que le acababa de poner la camarera y se dirigió a la mesa del rincón, desde la que podía ver la puerta. Seguía sin saber por qué había aceptado quedar. Después de meses esperando para hablar con ella, había perdido toda esperanza. Y no podía echar la culpa a la pandemia porque,  aunque en grupos de no más de seis personas, había seguido manteniendo el contacto con toda su gente....menos con ella. Quizá fue eso: no lo esperaba y no supo reaccionar. Bebió un sorbo y respiró hondo. Celia.....la dulce y sensible Celia que se ganó su corazón y su confianza nada más conocerla, hacía ya más de seis años.

   Fue en el trabajo. No compartían despacho ni tareas, pero empezaron a formar parte del mismo grupo de café. Marta, raro en ella, supo desde el primer momento que aquella chica iba a ser una de sus mejores amigas. Congeniaron enseguida y, en menos de una semana, se habían contado sus vidas. La de Celia había sido aciaga y estaba muy marcada por los tristes acontecimientos sucedidos en los últimos años. A Marta le encantó que no la tomara por una chiflada cuando le habló de su "presentimiento" sobre los achaques que empezaba a tener Raúl: llevaba una temporada quejándose y actuando algo raro. Al principio no prestó demasiada atención, pero un día, de repente, en una mirada de apenas un segundo, lo vio. Era de esas cosas que percibía de vez en cuando y que no todo el mundo se creía. Sin embargo Celia lo aceptó sin cuestionar su equilibrio mental.

   Fueron años de llorar, reír, bailar, viajar y cientos de horas de charlas. Increíblemente nunca discutieron y Marta sabía que no era precisamente por ella; su forma tan directa de decir las cosas solía provocar problemas, pero para Celia era más una virtud que un defecto.....y, a veces, era muy difícil porque, cuando le hablaba de esos temores que afectaban su vida hasta hacerla casi paralizar, Marta no se andaba con rodeos e intentaba espabilarla como fuera, aunque para ello dijera cosas muy ciertas pero muy dolorosas. Sin embargo, se implicaba tanto que parecía que lo sufría con ella. Recordaba un día especialmente duro. Después de soltarle prácticamente lo de siempre, como solía suceder, los ojos de Celia empezaron a humedecerse; Marta, echándose hacia atrás en la silla, se cruzó de brazos y, bajando la mirada, casi susurró:

   -¿Sabes lo duro que es verte así una y otra vez? Tienes que cortar con el pasado, cielo. No puedes permitir que siga controlando tu vida, porque el único poder que tiene sobre ti es el que tú le permites tener. ¿Sabes lo doloroso que es para los que te queremos verte sufrir así?.- Se echó otra vez hacia adelante y miró fijamente a esos preciosos ojos azules.-Me encantaría tener las tijeras que cortaran el hilo que te une a esa tortura, pero sólo lo puedes hacer tú, y yo no sé cómo puedo ayudarte.-Apenas pudo terminar la frase porque las lágrimas que estaba intentando retener, escaparon de repente cortándole la voz.

   Eran momentos como ése los que habían hecho que se sintieran tan unidas que parecía que nada podría con su amistad. Incluso cuando dejaron de verse a diario porque Marta cambió de trabajo. Hasta aquel verano de hacía casi dos años. Primero Raúl. Esta vez fue Marta la que llamó llorando: a falta de alguna prueba más, los médicos habían terminado dando la razón a su sexto sentido; y nunca había deseado tanto haberse equivocado. No sabía lo que duraría, pero su vida tal como la conocía estaba dejando de existir. Celia estuvo a su lado hasta que, unas semanas más tarde, llegó la peor noticia que podían darle; algo que todo el mundo veía venir pero que ella se había negado a aceptar como una posibilidad real. Con su vida completamente desmoronada, lo único que supo hacer fue encerrarse en casa a llorar. Marta llamaba a diario pero las lágrimas no le dejaban hablar; insistía en que estaba bien, pero no salía y se pasaba el día llorando en la cama. Se pidió unos días libres en el trabajo y Marta empezó a preocuparse de verdad. Le dijo a Celia que, si no iba ella sola a urgencias a pedir ayuda, iría a buscarla para llevarla personalmente.

   -Mañana por la mañana iré, te lo prometo- contestó, antes de que otro ataque de llanto le impidiera seguir hablando.

   Le diagnosticaron ansiedad generalizada provocada por un trastorno de estrés postraumático acumulado desde hacía años. El tratamiento empezó a hacer efecto muy rápido y en unos días volvió al trabajo y a ser la de siempre....aparentemente. Marta la conocía tan bien que enseguida notó los cambios. estaba más distante y fría. Seguía sonriendo, pero era más una pose que la sonrisa encantadora de siempre. Y su dulce mirada parecía no ver; a Marta le daba la impresión de que estaba mirando a alguien por detrás de ella. 

   Pasaron semanas y cada vez era más difícil quedar porque siempre ponía alguna excusa. Un día Marta se dio cuenta de que sólo seguían hablando por teléfono porque llamaba ella. La siguiente vez que se vieron intentó sacarla de esa coraza que se había puesto. No estaba preparada para lo que le dijo:

   -No te ofendas ni te enfades, Marta, pero.....ya no sé cómo hablar contigo.

   Fue la primera vez que la echó de menos. ¿Dónde estaba su querida Celia?

   -Entonces tenemos un problema. Mira, yo voy a estar siempre aquí para cuando me necesites o quieras verme, pero ya no te llamaré más. Dejaré que seas tú la que lo haga porque no quiero que te sientas presionada: no voy a obligarte a estar donde no quieres estar.

   Así lo hizo. Siguieron viéndose y hablando al ritmo que marcó Celia. Las conversaciones no tenían nada que ver con las que habían mantenido antes; hablaban sobre los mismos temas, pero Marta ya no se atrevía a aconsejarla, temiendo que sus palabras pudieran herirla de alguna forma. Estaba convencida de que sólo necesitaba tiempo para encontrarse y estaba dispuesta a seguir ahí....esperándola.

   Pero llegó el confinamiento. Mientras todo el mundo estaba pendiente de un virus y de cómo afectaba a la forma de vivir que se conocía hasta entonces, la enfermedad de Raúl empezó a avanzar a una velocidad que ni los médicos sabían explicar. Marta tuvo que enfrentarse a ello sola, porque, con las medidas restrictivas, nadie podía ir a su casa. Empezó lo que ella solía llamar una vida paralela a la del resto de la gente. Celia solía llamar todas las semanas para ver cómo estaba, pero a medida que la enfermedad avanzaba sus llamadas se espaciaban más y más, hasta que dejó de hacerlas y empezaron a comunicarse sólo por mensajes.

   -¿Qué tal sigue Raúl?¿Y tú?-le preguntó un día.

   -Mal-fue la única respuesta de Marta, completamente agotada.

   -Ánimo.

   Fue la segunda vez que la echó de menos. 

   A los pocos días ingresaron a Raúl y Marta envió un mensaje a Celia para decírselo. No preguntó qué le pasaba. Sólo le deseó que fuera todo bien. Cuando le dieron el alta se alegró. Marta no se molestó en decirle que era cuestión de semanas porque ya no podían hacer nada más por él. Y cuando falleció decidió ocultárselo. 

   Estuvo muy acompañada en el tanatorio. No pudo ir todo el mundo que hubiera querido, pero las restricciones se habían aligerado y los más allegados estuvieron con ella. Sin embargo Marta sentía el vacío de Celia. Por tercera vez su ausencia la traspasó hasta lo más hondo y se unió a la tristeza por la pérdida de Raúl. Al día siguiente recibió un mensaje de pésame y ánimo: se había enterado por una amiga común. 

   Una vez pasado el funeral y, rompiendo su promesa, Marta llamó a Celia para intentar quedar. Un incómodo silencio y una excusa fue todo lo que consiguió. Definitivamente la persona que conocía y quería había desaparecido.

   Unas semanas más tarde por fin tuvo buenas noticias: consiguió el trabajo por el que llevaba años peleando. Lo celebró como pudo con su gente y, por cuarta vez, echó de menos no poderlo hacer con Celia, que ni siquiera mandó un mensaje de enhorabuena.

   No volvió a saber de ella. No pudieron hablar por su cumpleaños porque la pilló comunicando. Cuando se acercó el suyo, Marta no se decidía a felicitarla: unos días sí, otros no, llamada, mensaje....Se sorprendió al darse cuenta de que no se habían felicitado la Navidad ni el Año Nuevo. ¿Había dejado de echarla de menos? El día de su cumpleaños, casi sin pensarlo, la llamó y no pudo evitar sentirse aliviada cuando no contestó. "Ya he cumplido", pensó con tristeza. Sin embargo, un par de horas más tarde, Celia devolvió la llamada:

   -¡Qué día llevo de teléfono!-parecía feliz y risueña.

   -Imagino; es lo que pasa en días así.

   -Oye, tenemos que quedar y ponernos al día. Te he echado mucho de menos.

   -Vale, cuando quieras-se oyó contestar automáticamente.

   Unos días después le propuso hora y sitio. Marta aceptó y, a medida que se acercaba el momento, estaba cada vez más segura de que era un error. Había intentado comprender su situación y ponerse en su lugar, pero se había sentido tan abandonada cuando más la necesitaba que no sabía si sería capaz de tener una conversación civilizada. Es más: no sabía si podría volver a hablar con ella.

   Miró de nuevo la hora; Celia ya no podía tardar. Se había terminado el refresco, así que se levantó para ir al servicio. Estaba nerviosa y tenía las manos sudorosas y heladas. Cuando salió y volvió a la mesa la vio de espaldas, esperando en la puerta. Su corazón latía tan fuerte que casi no podía respirar. Cogió el móvil: "Lo siento. Me ha surgido un marrón y no puedo ir". Y lo envió.

   Vio cómo Celia lo leía y se iba. Marta respiró hondo. Su corazón empezó a latir con normalidad mientras las lágrimas caían por su cara.


   

Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados