sábado, 25 de diciembre de 2021

LUGEA

 




   El día que el cielo se rompió Tiedra no había nacido; tampoco sus padres, ni los padres de sus padres. Porque el día en que comenzó una nueva historia para su planeta y el satélite que giraba a su alrededor estaba tan lejano, que sólo lo conocían por lo que les contaban desde muy pequeños.

   La historia que se transmitía a cada nueva generación no variaba: el suyo había sido un precioso planeta habitado por seres que se creían muy evolucionados y poderosos, hasta que tuvieron que enfrentarse a algo que les hizo darse cuenta de lo pequeñitos que eran. Los estudiosos del espacio avisaron de la catástrofe que se aproximaba: Bahabón, uno de los asteroides de tamaño medio del cinturón entre Marte y Júpiter, había abandonado su órbita al chocar contra él un pequeño meteorito. Los cálculos daban siempre el mismo resultado: impactaría en la Tierra en un plazo máximo de un año. Expertos de todos los países se organizaron con dos objetivos: encontrar la forma de evitar el choque y, por si no fuera posible, conseguir salvar a la mayor cantidad de gente.

   Se decidió crear habitáculos submarinos, subterráneos y espaciales. Si bien con los primeros no tenían experiencia y no sabían si los prototipos aguantarían la presión durante mucho tiempo, las cuevas eran la opción más segura, ya que habían sido sus refugios desde que la evolución o los dioses les pusieron en el planeta. Tras décadas de viajes espaciales intentando conocer más acerca del espacio que les rodeaba y buscando posibles opciones en el sistema solar para establecer alguna colonia, había una decena de estaciones listas para ser ocupadas. Sabían que, en el mejor de los casos, no llegaría a la quinta parte de la población la que sería salvada, lo que planteó otro problema:¿quién les elegiría y bajo qué criterios? Un comité de expertos seleccionó a representantes de todas las razas y profesiones.

   La única solución que encontraron para intentar evitar la colisión fue lanzar un misil que lo convirtiera en partículas lo suficientemente pequeñas como para ser destruidas al entrar en la atmósfera o cuyo impacto no supusiera un peligro. Los científicos calcularon y recalcularon trayectorias, distancias y potencia. Se eligió el día; todo el planeta estaba pendiente del resultado: unos rezando, otros confiando en la suerte. Pero ni los dioses ni los hados fueron favorables: aquel minúsculo trozo de roca podía haber pasado al lado del misil sin tocarlo, pero no....un ligero roce, lo suficiente para desviarlo y que, en lugar de hacer explotar a Bahabón, lo empujara directo hacia la Luna como si se tratara de una bola de billar.

   La euforia inicial al descubrir que la Tierra estaba salvada apenas duró unas horas: los científicos confirmaron que la Luna sería destruida y, aunque desconocían de qué forma exactamente, previnieron de las terribles consecuencias que tendría para ellos. Durante los días que tardó en ocurrir la catástrofe, no cesaron las cábalas y los pronósticos, sin que nadie lograra adivinar lo que terminó ocurriendo.

   Sólo en las zonas donde era de noche se pudo ver la explosión. El ruido, sin embargo, se oyó en todas partes. El satélite desapareció en medio de una nube de polvo. Al poco tiempo empezó la lluvia de restos lunares, lo suficientemente grandes como para provocar destrozos allí donde cayeron, además de arrasar las estaciones espaciales que habían comenzado a ser ocupadas por los elegidos para salvarse. Pero no fue lo peor: cuando la nube de polvo empezó a dispersarse, pudieron ver que el satélite no se había desintegrado totalmente y que un trozo, en forma de cuarto menguante, se mantenía milagrosamente flotando y manteniendo la órbita alrededor de la Tierra. Aquello duró menos de una semana y todos pudieron ver cómo se iba acercando cada vez más. Aunque no se rindieron y siguieron buscando posibilidades de salvación, los humanos sabían que el final era inminente.

   Y llegó: aquel enorme pedazo de roca atravesó la atmósfera atraído por la gravedad terrestre y....fue a caer en el Océano Pacífico, quedando clavado en medio de la fosa de las Marianas. El agua desplazada arrasó islas y continentes y la fuerza de la colisión frenó el movimiento del planeta hasta casi pararlo. Se producían terremotos continuamente y la nube de polvo que se formó tras el continuo impacto de rocas lunares hizo desaparecer el sol, sumiendo a la Tierra en la oscuridad.

   Hubo supervivientes, muy pocos, que lo lograron porque se encontraban en cuevas de lugares elevados. Cuando pasaron varios días sin sentir golpes contra la superficie, temiendo que alguno de los seísmos les dejara atrapados, decidieron salir y buscar otro refugio. El panorama que se encontraron fue desolador y la destrucción absoluta. Tenían víveres para varios meses, así que disponían de tiempo para buscar un sitio que les permitiera instalarse y asegurar su supervivencia. En algunos lugares del cielo la capa de polvo parecía más ligera y casi podía adivinarse el sol brillando con fuerza al otro lado. Decidieron dirigirse hacia allí y, tras varios días, tropezaron con la enorme cuña lunar, tan alta que su final se perdía a través de las nubes que la rodeaban. Se encontraron con otros supervivientes que, al igual que ellos habían ido en busca de rayos solares. Deliberaron sobre qué hacer porque estaba claro que, si había algún lugar habitable, no lo encontrarían antes de acabarse las provisiones. Algunos propusieron escalar aquella inmensa montaña, pensando que en la cima, si encontraban la luz y el calor del sol, podían tener alguna posibilidad de sobrevivir. Y, con aquella remota esperanza, se lanzaron a una aventura que acabaría con los más débiles y que, tras semanas de frío helador y agotamiento, les recompensó con una visión increíble: tras atravesar aquellas nubes bajas llegaron a un terreno rocoso iluminado y caldeado por el sol.

   A pesar de no ser parte de la tierra, las condiciones climáticas lo estaban convirtiendo casi en un vergel. Encontraron los restos de una de las estaciones espaciales y, afortunadamente, pudieron aprovechar algunos de sus aparatos. Todas habían sido cargadas con semillas de varias especies vegetales para replantar el planeta cuando se pudiera volver, así que parecía que aquel grupo de seres afortunados podía empezar una nueva vida. Crearon refugios y se organizaron para realizar las tareas básicas. 

   Al principio cada mes y luego más distanciadamente, un pequeño grupo abandonaba Lugea, como habían llamado a su asentamiento, y bajaban en busca de más supervivientes. Nunca regresaron, por lo que se decidió que no se mandarían más expediciones.

   Llevaban casi dos años viviendo en ese nuevo mundo mucho más sencillo y feliz que el que habían conocido, cuando los terremotos aumentaron de intensidad y frecuencia. Un día pareció que aquella enorme masa amorfa despertaba de su letargo y recuperaba el movimiento perdido con el impacto. Una violenta sacudida agitó la cuña, que empezó a resquebrajarse hasta partirse. ¿Por que no cayó y, en cambio, quedó flotando sobre el planeta? Nadie se lo explicó, pero lo cierto es que aquel pequeño trozo  de lo que había sido la Luna empezó a alejarse unos kilómetros, hasta quedar suspendido en el aire.


LU


      Adalia sonrió al ver las caritas de asombro tras terminar la historia del origen de su peñasco flotante. Siempre pasaba lo mismo: bocas abiertas, aplausos y risas.

   -Ahora quiero que dibujéis lo que más os haya llamado la atención-les dijo.

   Los pequeños agarraron lápices y pinturas, abrieron sus cuadernos y se pusieron a la tarea. Adalia iba sorteando los pupitres observando lo que estaban pintando. En medio del silencio empezó a oír algunos pensamientos y suspiró: alguno de ellos ya estaba salvado. Desgraciadamente no pudo escuchar los de su pequeña Tiedra. Cuando llegó a su mesa y vio el extraño ser cuadrúpedo y alado que había dibujado, supo que todo estaba perdido. Nadie sabía qué era aquello, pero cuando los dibujaban en medio de paisajes desconocidos y edificios que en nada se parecían a los suyos, las esperanzas de recuperación desaparecían completamente.
   
   La raza humana había evolucionado a través de los siglos y, aunque físicamente nadie podría encontrar diferencias, sus capacidades mentales se había desarrollado de tal forma que se comunicaban telepáticamente, además de ser telequinéticos. Seguían manteniendo a la familia como modelo de convivencia y cada uno se dedicaba a aquello para lo que estaba más dotado. Los bebés eran mucho más precoces que los de sus antepasados y, al final de su primer año de vida, podían comunicarse sin hablar.

   Aparte de seguir sin saber cómo seguían flotando sobre el planeta, manteniéndose siempre sobre el mismo lugar donde se partió, había dos grandes misterios que aquellos avanzados seres no habían logrado explicar.

   El primero era por qué no sobrevivían más de 65 años. Llegados a esa edad, todos, sin distinción de raza o sexo, perdían sus capacidades mentales y, simplemente, se apagaban. Era como una especie de selección natural para que el número de habitantes de Lu se mantuviera estable.

   El segundo era por qué no todos los niños podían alcanzar el máximo desarrollo cerebral. 

   Cuando Adalia y Carpio vieron los preciosos ojos violeta de su recién nacida, sus corazones dejaron de latir unos segundos. Sabían que aquélla era primera señal de que su pequeña podía ser uno de aquellos seres que no lograban desarrollar su cerebro de la misma forma que los demás y, si así era, la perderían en cinco años. Todavía podía salvarse; no era lo normal, pero se daban algunos casos. Sin embargo, al cumplir un año los ojos de Tiedra no habían perdido ni un ápice de su intenso color violeta y ella no había logrado comunicarse mentalmente ni mover con su pensamiento el más pequeño objeto. Ya sólo les quedaban cuatro años para ayudarla a conseguirlo.

   Desde muy pequeñitos todos se iban orientando a esas profesiones en las que destacaban. Tenían de todo: desde científicos a manitas, profesores o músicos, de tal forma que ningún campo quedara vacante y las necesidades de la comunidad estuvieran siempre cubiertas. Por eso había escuelas de todo tipo, incluidas las de los "otros niños". Allí era donde trabajaba Adalia. Su elección no fue tan rápida como la de la mayoría; de hecho, nada parecía llamarle la atención ni destacar en ninguna habilidad concreta, hasta que un día, viéndola con uno de sus primos, de ojos violetas, mientras intentaba enseñarle a mover una pelota sin usar sus manitas, sus padres supieron de inmediato que su hija sería profesora de niños sin capacidades psíquicas desarrolladas.

   Una vez al año la comunidad se reunía, en el extremo más alto del peñasco, donde había unas vistas espectaculares del espacio superior y del planeta inferior, para despedirse de aquellos niños que, habiendo cumplido los cinco años, seguían siendo especiales. Al principio se ocuparon de ellos, hasta que se dieron cuenta de que no sólo no encajaban en ninguno de los campos, además eran estériles. La supervivencia de Lu dependía de un perfecto equilibrio entre nacimientos y muertes. Tener seres que no podían procrear podía llevarles a la extinción. Cundo quedó claro que había que deshacerse de ellos, se planteó la forma: no eran asesinos y aquellos pequeños eran sus hijos. Sólo se les ocurrió una cosa y, desde entonces, en cada solsticio de primavera daban una fiesta a la que asistía todo el mundo y, uniendo todos sus poderes, lograban trasladarlos tras dormirlos con la comida.
   

GEA


   Urueña se despertó en cuanto los rayos del sol empezaron a iluminar su cuarto. Dio un codazo a Curiel.

   -¿Estás despierto?

   -Mmmmm....casi-medió balbuceó.

   -Vamos, hay que levantarse. Tenemos que terminar de prepararlo todo. No puedo con los nervios.

   La observó desde la cama mientras se vestía. Seguía siendo la misma cría alocada de la que se enamoró hacía tres años y, por fin, había llegado el momento de que su felicidad se completara: ese año habían sido elegidos para quedarse con uno de los enviados. No sabrían si era niño o niña hasta que llegaran al santuario. 

   -¿Todavía estáis así?-Peñaflor entró sin llamar, como siempre.-Es casi la hora.

   -Buenos días-les saludó Langayo-. Ya te he dicho que hay tiempo de sobra, cielo. Pero, si lo prefieres, podemos irnos ya, sin esperarles.

   -Ni hablar. Estamos juntos en esto: nos conocimos el mismo día, vivimos en la misma calle y nos han elegido a la vez para darnos a uno de los pequeños. Pero daros, prisa, por favor, que me va a dar algo.

   Cuando Curiel y Urueña estuvieron listos, los cuatro se encaminaron a la Mudarra, el precioso santuario verde donde cada año los dioses les dejaban varios pequeños. Desde que se tenía datos, ningún niño había nacido en Gea, pero se encargaban de aquellos hermosos seres que les regalaban cada mes de marzo. 

   Se contaba que hubo un desastre y los habitantes anteriores desaparecieron. Todavía quedaban algunos restos de los edificios que habían ocupado. Se sabía que algunos se salvaron a través de las nubes y, de vez en cuando, pequeños grupos eran enviados para saber si el planeta volvía a ser habitable. Nunca lograron volver y, al final, dejaron de llegar. De repente, a finales de un mes de marzo, en la pradera que había en las afueras de Tamariz, la comunidad que habían creado, aparecieron un grupo de niños de unos cinco años. Estaban plácidamente dormidos y todos llevaban su nombre bordado en la ropa que llevaban. Al año siguiente ocurrió lo mismo, y al siguiente....y, desde entonces, cada principio de primavera y siempre en los mismos lugares de aquel paraje. Al principio eran adoptados por las familias que los encontraban. Con el paso de los años, se había desarrollado un proceso de selección en el que participaban todas las parejas que deseaban criar a alguno de los niños.

   Cada pareja se dirigió al lugar de Mudarra que les habían asignado. Urueña y Curiel se encontraron a una niña todavía dormida. Se sentaron a observarla. "Tiedra" ponía en su camiseta. Cuando abrió los ojos, vieron que, como todos cuando llegaban, los tenía de un intenso violeta. Sólo era cuestión de meses que desapareciera para dejar paso a su color verdadero.

   Tiedra les miró desconcertada; no reconocía a nadie, ni el lugar. Por detrás de los árboles vio una enorme torre. Era como la que solía dibujar en las clases de Adalia. Su madre....¿dónde estaban ella y su padre?¿Quiénes eran aquellas personas? Un sonido desconocido hizo que volviera la cabeza. Un enorme ser blanco con una cabeza alargada, cuatro patas y enormes alas venía hacia ella.

   -Hola, preciosa. Te llamas Tiedra, ¿verdad? Yo soy Urueña y él es Curiel. Y éste que viene a saludarte es Portillo, nuestro caballo.

   Agachó su cabeza para oler a la pequeña y resopló. Tiedra se echó a reír, se levantó, lo acarició y supo que, por fin, estaba en su hogar.


   


Texto Ana María Blanco Estébanez
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