viernes, 30 de agosto de 2019

Palencia, sí: PALENCIA


   Odiaba viajar sola, pero no quería quedarse el último fin de semana del verano en su ciudad. Necesitaba cambiar de aires. Y al final tuvo una idea: Palencia. Había estado tantas veces que casi era como su casa, y estaba tan cerquita que, en cierto modo, tampoco lo podía considerar un viaje. Nunca había ido como turista, así que se agenció un plano y marcó los imprescindibles; por un lado, los sitios en los que no había estado y por otro, los que quería volver a ver.

   Ese sábado amaneció radiante y las temperaturas iban a pasar de los 30º, así que cogió el coche y decidió que la primera parada sería el Cristo del Otero, para poder disfrutar de las vistas sin asarse de calor. Conocía la escultura de lejos, pero no había ido hasta allí en todos los años en los que, por motivos familiares, Palencia se había convertido en un añadido de Valladolid. De hecho, cuando ella decía que era el barrio más grande de Pucela no lo hacía en sentido despectivo, sino porque iba más por allí que por la mayoría de los barrios de su ciudad. Cuando se quedaba a dormir en casa de su abuela, al despertar por la mañana y subir las persianas, la figura del Cristo estaba justo en frente de su ventana, vigilando desde lo lejos; aunque nunca estuvo muy segura de si la vigilaba a ella o a los muertos del viejo cementerio que había justo debajo de la casa y que, años más tarde, se transformaría en un enorme parque.

   Las vistas desde el pequeño cerro le permitieron ver, como desde cualquier mirador castellano, llanuras que se perdían en la distancia. Si bien la escultura era imponente, quedó un poco decepcionada; pero era algo que le pasaba últimamente desde el momento en que se asomó a Burgos desde el Castillo. Ni siquiera las vistas de Salamanca desde las torres de la Catedral se parecen mínimamente a lo que ves al asomarte al mirador sobre la Ciudad del Cid. 

   -¿De dónde eres?-la pregunta le sorprendió porque no se había dado cuenta de que hubiera nadie más. Era el encargado de la limpieza del recinto.

   -De Valladolid-respondió mientras pensaba que, efectivamente, tenía todas las pintas de  una turista.

   -Anda, pero ¿los de Valladolid venís aquí de turismo?-dijo mientras se reía.

   -Bueno, yo sí-rió ella también.

   Se quedó un rato explicándole dónde se encontraban los principales monumentos, que apenas se podían distinguir. Se dieron la vuelta y le explicó que el pueblo que se veía al fondo era Villalobón y le animó a que entrara en la pequeña ermita a los pies del Cristo, donde podía ver el museo dedicado a Victorio Macho. Y allí la dejó, mientras seguía con sus labores de limpieza.

   La siguiente parada la llevaría al único parque en el no recordaba haber entrado nunca: la Huerta de Guadián. Había pasado infinidad de veces por delante de sus verjas y sentía curiosidad por cómo sería por dentro. Aprovechó para dejar el coche por la zona y se dispuso a entrar. Lo primero que le llamó la atención fue el silencio y lo verde que estaba todo. Los monumentos funerarios de la entrada, llevados hasta allí desde el viejo cementerio eran espectaculares; pero lo que de verdad le dejó sin palabras fue la pequeña ermita románica de San Juan Bautista, trasladada desde su ubicación anterior para evitar ser tragada por las aguas de un pantano, y montada allí piedra a piedra, en medio de una pradera verde, y en la que todavía podía verse la numeración en alguno de los bloques.

   Desde luego la visita no podía haber empezado mejor. Ahora disponía del resto de la mañana para pasear por esos rincones y plazas tan tranquilos que recordaba de pequeña. Empezó acercándose al Salón, muy cambiado. Cantidad de nuevas cafeterías habían abierto y sacado sus terrazas a lo largo del paseo, convirtiéndolo en una pequeña Castellana. Desde allí se dirigió a los principales monumentos en los que había estado años atrás y que no la decepcionaron en absoluto: San Lázaro, las Claras, la fachada de San Bernardo y el impresionante Palacio de la Diputación, que, como siempre, la dejó sin palabras. Iba entrando y saliendo de la Calle Mayor, por la que tantas veces había paseado, pero que apenas había mirado. Alucinó con esas casas elegantes de diferentes estilos, que la convertían en una de las calles más bonitas que recordaba. Se acercó al Convento de San Francisco; mejor dicho, a la iglesia con su pórtico y claustro, que es lo único que queda del gigantesco complejo que fue cuando lo crearon, llegando a tener cinco claustros, el mayor de todos lo que hoy es la Plaza Mayor. Allí descubrió una pequeña capilla con el techo cubierto de calaveras; algo siniestro, pero al mismo tiempo fascinante.

   Siguió su camino en dirección a San Pablo y a San Miguel, sus últimas paradas antes de la Catedral. Cuando dos años atrás decidieron volver a visitar las capitales de la Comunidad, no sabían que iba a ser una visita también por andamios y más andamios. Primero fue la Catedral de Segovia, el año anterior la Plaza Mayor y el Palacio de Monterrey de Salamanca; y ese mismo verano, nada menos que San Marcos, San Isidoro y la Catedral de León. Así que no le sorprendió para nada que la Bella Desconocida también estuviera oculta en parte detrás de telones y andamios. En este caso, se ofrecía la  posibilidad de hacer una visita por las obras, a la altura de las cúpulas. No lo dudó y se apuntó en el turno de las cuatro, por lo que disponía del tiempo justo para comer y tomar un cafetito en alguna de las terrazas de la plaza. Una vez más le sorprendió la paz y tranquilidad de la que se disfrutaba en zonas que, en otras ciudades, solían estar llenas de ruido y gente.

   Cuando llegó la hora se acercó a la entrada del claustro, donde reunieron al grupo para la visita. Iban acompañados de una guía y de uno de los restauradores. Les explicaron las medidas de seguridad y les dijeron que, si bien en el interior de la catedral se podían hacer fotos sin flash, por la zona de la restauración estaba prohibido. Subieron en un montacargas hasta el piso 10 y al salir se encontraron en una zona de trabajo tan impresionante que no sabía si mirar a las piedras que estaban limpiando, a las cúpulas con sus nervios o las maravillosas vidrieras, tan cercanas que parecía poder tocarlas con las manos.

   -Es injusto que no nos dejéis hacer fotos-le dijo al restaurador.

   -Vale, si quieres hacer alguna, haré como que no he visto nada- le contestó él con una sonrisa. 

   -No, seré buena.

   Aunque sus buenas intenciones estuvieron a punto de irse al traste cuando, al bajar, pasaron por delante del retablo. Ver las tallas a una distancia tan corta, le dejó alucinada; apenas parpadeaba para no perderse nada. Según iban bajando, ella se quedaba siempre atrás, con el restaurador, preguntándolo todo, interesándose por cada detalle.....hasta que al final él tuvo que reconocer que no se dedicaba a las tallas, sino a los paramentos de la torre.

   -¡La torre!-exclamó-¿La visita nos lleva por allí?

   -Pues no, y es una pena porque hoy está trabajando el cantero, y lo hace al estilo del siglo XV.

   -Soy una arqueóloga frustrada, así que todo lo que tiene que ver con la Historia y el Arte me encanta-le contó mientras regresaban al claustro- Tienes una profesión preciosa.

   Se despidieron, pero apenas había dado unos pasos, la llamó: 

   -Oye, me queda la última visita. Si quieres, cuando termines de ver la catedral, me esperas aquí y subimos a la torre. Tengo que recoger mis cosas y así puedes ver cómo trabajamos allí arriba.

   Ella aceptó de inmediato y se dispuso a entrar en el enorme edificio que, una vez más, le dejó sin palabras: inmenso, precioso.....y tan poco valorado. Un tercio estaba tapado por las obras, pero aún así, la visita le llevó más de una hora; al final de la cual, volvió al claustro, sin estar segura de encontrarle allí. Puede que hubiera querido gastar una broma a la turista de turno. Pero no, ahí estaba para llevarla, de nuevo, a un montacargas.

   -¿Eres consciente de que te has subido a un montacargas con un desconocido?-le preguntó muy serio.

   Por un momento sintió una punzada de peligro.

   -Bueno, tú también-le respondió. Y se echaron a reír.

   -Te dejo con Juan para que le preguntes lo que quieras, mientras recojo mis cosas. Le encanta hablar de su trabajo, así que no te cortes.

   Cuando salieron del montacargas, se encontraron en otra sala muy similar a la que habían estado un par de horas antes; pero ésta era más pequeña y ocupaba todo el centro de la torre. Había mesas, piedras y utensilios por todas partes. Un hombre estaba limpiando algo que parecía un viejo escudo con un cepillito. Puede que su forma de trabajar fuera como la del siglo XV, pero estaba segura de que aquellos canteros no tenían instrumentos que se parecieran a los que estaba utilizando él.

   -Juan, te traigo una fan del arte. Te advierto que te hará muchas preguntas. Os dejo un ratito-y se fue por un estrecho pasillo.

   Regresó unos minutos más tarde para ver una imagen que le dejó sin aliento: allí estaban los dos hablando como si se conocieran de toda la vida y riéndose vete tú a saber de qué, mientras el sol de la tarde se filtraba a través de los toldos que cubrían los andamios para ir a dar en su larga melena. Y entonces se fijó en lo atractiva que era. No sólo físicamente. Nunca había conocido a una mujer a la que le interesara tanto su trabajo.

   -Tenemos que irnos-dijo.

   Mientras bajaban en el montacargas notó cómo no dejaba de mirarla. La verdad es que no estaba nada mal.

   -Oye, si no tienes prisa por irte, podemos dar una vuelta y luego tomar algo. Deberías quedarte a ver la ciudad de noche. Han puesto una iluminación muy chula. Además hay concentración motera, así que tendremos mucho ambiente.

   -Vale-respondió después de pensarlo unos segundos.

   El montacargas volvió a dejarlos en el claustro. "Vaya, cuando llegué esta mañana ni imaginé que el día podía terminar así", pensó él. "Vaya, quién me iba a decir a mí que mi visita turística a Palencia iba a resultar tan prometedora", pensó ella.

   Y mientras cruzaban la plaza, dejando atrás el precioso edificio, con sus originales gárgolas, ninguno de los dos se dio cuenta de que ni siquiera sabían cómo se llamaban.




Texto Ana María Blanco Estébanez
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