martes, 11 de mayo de 2021

¿Quién tiene que coser los calzoncillos?

 





   Llevo un par de semanas en las que ese antimachismo mío (ya sabéis que la palabra "feminismo" me chirría) ha sido provocado como hacía tiempo que no pasaba. Resultado: tengo cicatrices en la lengua de tener que mordérmela para no montar un pifostio.

   Hace unos días el embellecedor de la manguera de la ducha se descolgó. Por fin una avería baratita y que podía resolver yo solita, así que, más feliz que una perdiz, me fui a ese centro comercial que, aunque no precisamente muy económico, me pilla cerquita de casa y, como tienen de todo, al final es al que termino recurriendo. Después de elegir entre varios modelos, medidas y precios, me dispuse a buscar un dependiente que me cobrara. ¿Recordáis aquellos tiempos en los que no podías ir simplemente a mirar porque se te acercaban continuamente a preguntarte si podían ayudarte? Ahora es todo lo contrario y ya me ha pasado más de una vez que, después de un rato dando vueltas sin encontrarme a nadie, me he dirigido a la puerta con el producto bien a la vista, pensando que, al sonar la alarma y pararme los de seguridad, por fin alguien aparecería para poder pagar. En esta ocasión, saliendo ya de la zona de ferretería, por fin apareció un hombre con el traje de la tienda.

   -Hola, buenas tardes. Quería esto-le dije enseñándole el flexo.

   -Es una manguera de ducha-dijo él cogiéndolo y mirándome.

   -Ya, sí, claro. Menos mal, porque era eso lo que buscaba-le respondí. "Este tío se cree que soy tonta", pensé......Y no me equivoqué: me tocó el típico paternalista condescendiente que piensa que las mujeres somos incapaces de distinguir un destornillador de una llave inglesa.

   -¿La va a instalar usted sola?

   -Sí-a puntito estuve de soltarle: "Es que soy de Bilbao", pero me contuve y, dispuesta a saber hasta dónde era capaz de llegar, añadí: "Aunque es la primera vez que lo hago".

   -Mire: este extremo se enrosca en la alcachofa y este otro en el grifo. No lo haga al revés.

   -Ya, porque sino no se puede encajar-contesté intentando parecer un poco espabilada.

   -Nooo, sí se encaja, pero no queda bien ajustado y puede salirse el agua.

   -Ahhhh, pues muchas gracias.

   -A ver si lo ha entendido bien: este extremo al grifo y este otro al cabezal.

   -Creo que ya lo he pillado-contesté mientras le extendía la tarjeta.

   Me cobró, lo metió en una bolsa y, cuando me disponía a darle las gracias y alejarme, añadió:

   -Recuerde: cada extremo en su sitio correcto o pude provocar un estropicio.

   -Muy amable, gracias-respondí. Y me alejé sorprendida de que todavía haya hombres así. Y entonces recordé la conversación que pillé unos días antes cuando fui a tomar algo a una cafetería.

   Llegué un poco antes que la amiga con la que había quedado, así que pedí una infusión y me dirigí a una de las pocas mesas que había libres. En la de al lado cuatro hombres estaban hablando sobre uno de los temas que mantienen a los españoles en vilo: que cierta famosa por fin haya decidido contar los malos tratos que sufrió durante años. Sorprendida de oír a cuatro tiarrones marujear, les miré mientras recogía los restos de la consumición de los clientes anteriores. No podían ser más diferentes: uno era el típico macho ibérico con un barrigón por encima del cinturón y despanzurrado en la silla; otro iba muy trajeado, de edad media y parecía muy educado; los otros dos eran más jóvenes: uno con ropa informal, que era el que menos hablaba, y el otro, al que, de no ser por el elegante traje que llevaba, habría confundido con un podemita de melena al viento, decía en ese momento:

   -Pues a mí me da pena ver cómo cuenta lo mal que lo ha pasado.

   -A mí también me daba pena al principio, pero ahora ya estoy harto. A ver, que ésa no ha cosido un calzoncillo en su vida-le replicó el de la enorme barriga.

   Acababa de quitarme el abrigo y me paré a medio camino de sentarme, no pudiendo creer lo que acababa de oír. Les miré a punto de soltar lo que ese comentario me provocaba, pero decidí callarme. Ya sentada, no pude dejar de mirarles; incluso con la mascarilla puesta, mi mirada era lo suficientemente expresiva como para que no tuvieran la menor duda de lo que estaba pensando. Me encontraba justo delante de ellos y no me corté un pelo: no aparté la vista ni siquiera para echar el azúcar y revolver el té. Por dentro era como una olla hirviendo a punto de explotar. Ellos no dijeron nada más; sólo me miraban de vez en cuando. Supongo que pensaban que, en cualquier momento, les soltaría algo. Un par de minutos después, se levantaron y se fueron. Respiré hondo y tomé un sorbo. Justo en ese momento llegaba mi amiga.

   -Vaya cara que tienes: parece que quisieras matar a alguien.

   Le conté lo que acababa de pasar.

   -Mira, de verdad que no sabes lo que me ha costado contenerme. Primero: si tú usas los calzoncillos, cósetelos tú. Segundo: ¿de verdad alguien cose hoy los calzoncillos? Tercero: ¿en serio crees que alguien con tanta pasta no tiene a alguien que le cosa los calzoncillos o las bragas, ya puestos? Y cuarto y lo más importante: ¿si no coses los calzoncillos en tu casa pierdes credibilidad a la hora de denunciar malos tratos? La recortada he estado a punto de sacar. Pero, ¿sabes lo que habría pasado si les hubiera dicho algo? Me habrían llamado feminazi o cualquier otra lindeza.

   Así que respiré hondo, bebí otro sorbo y empezamos a ponernos al día de nuestras cosas. 

   Cuando volvía casa para instalar la nueva manguera de mi ducha, recordando los dos incidentes, me alegré de haber evitado el enfrentamiento, segura de que, de no haberlo hecho, aparte de no conseguir nada, porque hay personas que ya no van a cambiar sus ideas, yo estaría cabreada, indignada, nerviosa y exaltada. Y una ya ha aprendido que hay cosas por las que merece la pena luchar y hay otras que son batallas perdidas con las que es absurdo desperdiciar el tiempo.



Texto Ana María Blanco Estébanez
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