Un sonido seco y un tirón le hicieron mirar hacia atrás. Otra vez una de las ruedas del carrito había tropezado con las irregularidades de las baldosas de la calle. Tuvo que levantarlo un poco y volver a tirar de él para que siguiera rodando. Ya no era capaz de recordar cuántos años llevaba empujándolo y arrastrándolo por todas partes, cargado con las pocas pertenencias que le quedaban; cada vez menos, porque apenas rebuscaba en los contenedores como hacía al principio, recogiendo lo que para alguien era ya un trasto viejo, pero, para él, suponía algo de comodidad en su vida a la intemperie. El día que encontró aquel carrito de la compra al que sólo le fallaba la cremallera trasera se sintió feliz: por fin, podía dejar de cargar con las enormes bolsas de plástico llenas de ropa y trastos viejos que utilizaba desde hacía meses.
Cuando llegó a casa con la carta de despido y la correspondiente indemnización, fue una de las pocas ocasiones en las que se sintió aliviado por no haber tenido hijos. A Laura le habían echado de la tienda sólo un mes antes, así que tendrían que ajustarse el cinturón todavía más. No les había pillado de sorpresa, porque con la crisis cayendo sobre casi todos los sectores, sabían que, más pronto o más tarde, les podía tocar a ellos; aunque siempre tuvieron la esperanza de que, al menos uno de los dos, pudiera mantener el trabajo.
A los cinco meses la situación era casi insostenible; no a nivel económico, porque entre las indemnizaciones y el paro, todavía podían mantenerse sin problemas. Sin embargo, levantarse cada mañana se convirtió en una losa de monotonía y aburrimiento; una rutina que, después de desayunar y hacer los recados, les llevaba a mirar periódicos y todas las páginas web en las que pudieran aparecer ofertas de trabajo. Habían olvidado la cantidad de curriculums enviados, de entrevistas realizadas y.....de cartas y llamadas de rechazo.
Al principio se lo tomaron como unas vacaciones y estaban seguros de que, en cuanto empezaran a buscar, encontrarían un trabajo. Sabían hacer casi cualquier cosa y habían trabajado en talleres, fábricas, tiendas e incluso como comerciales. Pero después de tanto tiempo, el desánimo les había empezado a afectar no sólo individualmente, sino también en su relación de pareja.
Por eso, cuando Javi le llamó para ofrecerle un trabajo en su taller, no lo dudaron. Cierto que les encantaba su piso de Madrid y que volver a la isla casi les parecía como un fracaso en su búsqueda de la vida perfecta, pero rescindieron el contrato de alquiler y se llevaron todas sus cosas, que no eran demasiadas, para instalarse en la casa que le dejaron sus padres después de morir y a la que sólo iban, de vez en cuando, de vacaciones.
Casi todos los vecinos eran desconocidos, ya que la mayoría de la gente con la que se crió en el barrio había fallecido o se había mudado muchos años atrás. Los actuales habitantes eran parejas de su edad; algunas con niños pequeños, y tenían tan buena relación que casi parecían formar una gran familia. La primera semana recibieron la visita de todos para ofrecerse en lo que necesitaran y para invitarles a la comida que hacían todos los sábados en el merendero común a las parcelas.
Parecía que, por fin, la vida volvía a sonreírles. Laura se dedicó a poner en orden la vieja casa antes de empezar a buscar trabajo. Todas las de alrededor habían sido reformadas y la suya destacaba por su aspecto dejado. De entrada no pensaban hacer mucho: arreglar el tejado, porque había zonas en las que la ausencia de tejas era evidente, y el resto lo irían haciendo según fueran viendo las necesidades. Si todo iba bien, meses más tarde sería el momento de plantearse qué tipo de casa querían tener y de enfrentarse a las grandes obras.
Trabajar con su amigo de la infancia resultó exactamente como esperaba. El taller de carpintería metálica que abrió su padre no había dejado de funcionar estupendamente, incluso en aquella etapa de crisis global; por eso, tras su jubilación, Javi necesitaba a alguien para la nave mientras él se encargaba de la instalación y, al saber su situación, no dudó en ofrecerle un puesto.
Cuando volvía a casa, Laura estaba feliz, ocupada todo el día limpiando, organizando y comparando posibilidades de empresas para arreglar el tejado cuanto antes. Gracias a sus vecinos ya sabía de sobra dónde era mejor hacer las diferentes compras: la mejor calidad y los mejores precios. Durante las vacaciones pasaban todo el día fuera y nunca se había preocupado por todas esas cosas.
-Esto ya está todo listo. La semana que viene empiezo a buscar curro. De momento no sé de nada, pero iré preguntando y mandando currículums-le dijo una tarde, cuando llevaban allí casi dos semanas.
Nunca pudo recordar el momento exacto; qué día llegó a casa y vio que había estado llorando. Le preguntó, pero le dijo que no, que se le habían irritado los ojos limpiando y que eso era todo. No era cierto; desde ese momento dejó de ser la Laura alegre, divertida, positiva y charlatana. Y, lo que más le sorprendió: dejó de ponerse mallas y minifaldas y empezó a usar prendas muy anchas que ocultaban ese cuerpo que siempre le había vuelto loco.
-Estoy más cómoda así-le respondió cuando le preguntó por su cambio.-Los hombres no sabéis lo incómodo y esclavo que es estar siempre monas.
Sabía que pasaba algo, pero también sabía que era inútil intentar que le contara lo que no quería decirle, hasta que llegara el momento de hacerlo.
Desgraciadamente para los dos, ese momento nunca llegó.
¿Casualidades?¿Destino?¿Trampas de la vida? Qué más da; el caso es que aquella mañana de la semana en que se iba a cumplir un mes desde que llegaron allí, Javi estaba fuera instalando unas ventanas, y a él, que llevaba años utilizándola, se le escapó de la mano la pistola multiherramienta que usaba para casi todo y terminó golpeándole en la cara. Cuando la intensidad del dolor bajó lo suficiente, se miró en el espejo y vio que la mejilla y todo alrededor del ojo se estaba hinchando y amoratando, así que llamó a Javi para decirle que cerraba el taller y se iba a casa. No cogió el teléfono, como siempre que estaba trabajando. Pasó de dejar un mensaje en el buzón de voz. Cuando viera la llamada perdida se la devolvería; era la rutina habitual.
Necesitaba descansar y tomarse algo para el dolor de cabeza, además de ponerse algo frío que bajara la inflamación del ojo.
En cuanto abrió la puerta y oyó aquellos extraños sonidos supo que algo iba mal.
ÉL
Cuando llegó a casa con la carta de despido y la correspondiente indemnización, fue una de las pocas ocasiones en las que se sintió aliviado por no haber tenido hijos. A Laura le habían echado de la tienda sólo un mes antes, así que tendrían que ajustarse el cinturón todavía más. No les había pillado de sorpresa, porque con la crisis cayendo sobre casi todos los sectores, sabían que, más pronto o más tarde, les podía tocar a ellos; aunque siempre tuvieron la esperanza de que, al menos uno de los dos, pudiera mantener el trabajo.
A los cinco meses la situación era casi insostenible; no a nivel económico, porque entre las indemnizaciones y el paro, todavía podían mantenerse sin problemas. Sin embargo, levantarse cada mañana se convirtió en una losa de monotonía y aburrimiento; una rutina que, después de desayunar y hacer los recados, les llevaba a mirar periódicos y todas las páginas web en las que pudieran aparecer ofertas de trabajo. Habían olvidado la cantidad de curriculums enviados, de entrevistas realizadas y.....de cartas y llamadas de rechazo.
Al principio se lo tomaron como unas vacaciones y estaban seguros de que, en cuanto empezaran a buscar, encontrarían un trabajo. Sabían hacer casi cualquier cosa y habían trabajado en talleres, fábricas, tiendas e incluso como comerciales. Pero después de tanto tiempo, el desánimo les había empezado a afectar no sólo individualmente, sino también en su relación de pareja.
Por eso, cuando Javi le llamó para ofrecerle un trabajo en su taller, no lo dudaron. Cierto que les encantaba su piso de Madrid y que volver a la isla casi les parecía como un fracaso en su búsqueda de la vida perfecta, pero rescindieron el contrato de alquiler y se llevaron todas sus cosas, que no eran demasiadas, para instalarse en la casa que le dejaron sus padres después de morir y a la que sólo iban, de vez en cuando, de vacaciones.
Casi todos los vecinos eran desconocidos, ya que la mayoría de la gente con la que se crió en el barrio había fallecido o se había mudado muchos años atrás. Los actuales habitantes eran parejas de su edad; algunas con niños pequeños, y tenían tan buena relación que casi parecían formar una gran familia. La primera semana recibieron la visita de todos para ofrecerse en lo que necesitaran y para invitarles a la comida que hacían todos los sábados en el merendero común a las parcelas.
Parecía que, por fin, la vida volvía a sonreírles. Laura se dedicó a poner en orden la vieja casa antes de empezar a buscar trabajo. Todas las de alrededor habían sido reformadas y la suya destacaba por su aspecto dejado. De entrada no pensaban hacer mucho: arreglar el tejado, porque había zonas en las que la ausencia de tejas era evidente, y el resto lo irían haciendo según fueran viendo las necesidades. Si todo iba bien, meses más tarde sería el momento de plantearse qué tipo de casa querían tener y de enfrentarse a las grandes obras.
Trabajar con su amigo de la infancia resultó exactamente como esperaba. El taller de carpintería metálica que abrió su padre no había dejado de funcionar estupendamente, incluso en aquella etapa de crisis global; por eso, tras su jubilación, Javi necesitaba a alguien para la nave mientras él se encargaba de la instalación y, al saber su situación, no dudó en ofrecerle un puesto.
Cuando volvía a casa, Laura estaba feliz, ocupada todo el día limpiando, organizando y comparando posibilidades de empresas para arreglar el tejado cuanto antes. Gracias a sus vecinos ya sabía de sobra dónde era mejor hacer las diferentes compras: la mejor calidad y los mejores precios. Durante las vacaciones pasaban todo el día fuera y nunca se había preocupado por todas esas cosas.
-Esto ya está todo listo. La semana que viene empiezo a buscar curro. De momento no sé de nada, pero iré preguntando y mandando currículums-le dijo una tarde, cuando llevaban allí casi dos semanas.
Nunca pudo recordar el momento exacto; qué día llegó a casa y vio que había estado llorando. Le preguntó, pero le dijo que no, que se le habían irritado los ojos limpiando y que eso era todo. No era cierto; desde ese momento dejó de ser la Laura alegre, divertida, positiva y charlatana. Y, lo que más le sorprendió: dejó de ponerse mallas y minifaldas y empezó a usar prendas muy anchas que ocultaban ese cuerpo que siempre le había vuelto loco.
-Estoy más cómoda así-le respondió cuando le preguntó por su cambio.-Los hombres no sabéis lo incómodo y esclavo que es estar siempre monas.
Sabía que pasaba algo, pero también sabía que era inútil intentar que le contara lo que no quería decirle, hasta que llegara el momento de hacerlo.
Desgraciadamente para los dos, ese momento nunca llegó.
¿Casualidades?¿Destino?¿Trampas de la vida? Qué más da; el caso es que aquella mañana de la semana en que se iba a cumplir un mes desde que llegaron allí, Javi estaba fuera instalando unas ventanas, y a él, que llevaba años utilizándola, se le escapó de la mano la pistola multiherramienta que usaba para casi todo y terminó golpeándole en la cara. Cuando la intensidad del dolor bajó lo suficiente, se miró en el espejo y vio que la mejilla y todo alrededor del ojo se estaba hinchando y amoratando, así que llamó a Javi para decirle que cerraba el taller y se iba a casa. No cogió el teléfono, como siempre que estaba trabajando. Pasó de dejar un mensaje en el buzón de voz. Cuando viera la llamada perdida se la devolvería; era la rutina habitual.
Necesitaba descansar y tomarse algo para el dolor de cabeza, además de ponerse algo frío que bajara la inflamación del ojo.
En cuanto abrió la puerta y oyó aquellos extraños sonidos supo que algo iba mal.
ELLA
Cuando la vida te cierra una puerta, siempre te abre una ventana, había oído decir muchas veces; así que cuando le dijo que tenían una oportunidad de empezar de nuevo, aunque fuera volviendo a sus orígenes, vio el regreso a la isla como la ventana que la vida les abría a cambió del portazo que les había dado meses atrás.
Aunque lo de estar en casa no iba mucho con Laura, al principio no dudó que lo primero era poner al día la vieja casa: tirar trastos viejos y lavar y limpiar techos, paredes, ventanas y puertas. La verdad es que se encontraba con tanta energía que en unos diez días ya parecía otra: limpia, luminosa y.....vacía. Tenía que empezar a comprar cortinas y algunos de esos objetos de decoración que son los que terminan de convertir cuatro paredes y un techo en un hogar.
Estaba bajando de la escalera que había utilizado para colocar el estor de la cocina cuando vio su cara mirando a través de la ventana. Se llevó tal susto que perdió el equilibro y, de no haberle faltado sólo dos peldaños de bajar, podía haberse dado un buen golpe. El sonrió a través de la ventana y juntó sus manos pidiendo perdón.
-¡Vaya susto me has dado!-le dijo cuando abrió la puerta.-¿Qué haces por aquí?¿Querías algo?
-Sólo ver cómo le va a la chica más atractiva de la isla en sus labores de limpieza y decoración-respondió riendo-¿Necesitas la ayuda de un fornido hombretón?
-No, gracias. Ya he terminado por hoy. Iba a preparar la comida. ¿Quieres tomar un café o una cerveza? Bueno, si no tienes prisa por volver.
-Acepto encantado. Acabé antes de lo previsto, así que tengo un rato libre.
Se sentó en una de las viejas sillas de la cocina y empezaron a charlar, mientras la iba observando moverse de un lado al otro para ir cortando, pelando, picando y friendo los alimentos que iban a comer. Estaba más bromista de lo habitual, pero llegó un momento en el que Laura empezó a sentirse incómoda; las gracias eran demasiado insinuantes, las miradas cada vez más desagradables y, de repente se levantó y se colocó detrás de ella, apoyado en la encimera, sin dejarle espacio para pasar sin rozarse con él. No podía entender qué le pasaba: ¿habría bebido algo más que aquella cerveza que le dio?¿Por qué de repente se comportaba así?
No sabiendo cómo salir de aquello, fingió que se había quedado sin tomates y tenía que ir a la frutería. No, no hacía falta que la acompañara; prefería darse un paseo. Salieron juntos y en la puerta se despidió, como siempre, con un beso; aunque esta vez, de no haber vuelto la cara, no hubiera sido en la mejilla sino en sus labios. Cuando le vio subir a la furgoneta, tuvo que apoyarse en la barandilla del porche; sus piernas le temblaban de tal forma que apenas podían sostenerla. ¿Qué había pasado? Cuando logró reponerse, entró de nuevo en la casa y, sin darse cuenta, mientras picaba los ingredientes de la ensalada, unos lagrimones de impotencia cayeron por sus mejillas.
No quiso contárselo. Cuando una mujer le cuenta a un hombre algo así, éste siempre intenta minimizarlo. Así que como allí todavía no tenía amigas tan íntimas, se lo guardó, sabiendo que lo que había sucedido esa mañana no era una exageración ni una mala interpretación por su parte. Las mujeres tienen un instinto especial para esas cosas, una especie de señal de peligro para esas situaciones.
Los días siguientes se lo encontró donde fuera que tuviera que ir. Siempre mirándola como si la desnudara; siempre diciéndole lo atractiva que estaba con lo que llevara puesto; y siempre cuando estaba sola. Él sabía de sobra dónde y cómo encontrarla. Intentó explicarle que estaba fuera de lugar su actitud, le pidió que la dejara en paz y terminó por no hablarle y salir disparada en dirección contraria. A los seis días de su primera aparición estaba demacrada, de mal humor y vistiendo la ropa más vieja y menos atractiva que tenía.
Y entonces empezaron las amenazas: si seguía siendo tan desagradable con él tendría que tomar otro tipo de medidas. "Ya sabes que puedo conseguir que vuestra vida aquí sea perfecta.....o un infierno", le dijo una mañana cuando se cruzaron en uno de los pasillos del supermercado.
Se sentía acorralada; no sabía qué hacer. Cada día se encontraba peor: apenas dormía y había perdido el apetito. Hasta perdió las llaves. Aquella situación no podía seguir así.
Volvió a media mañana de recoger las alfombras que había encargado para el salón y el comedor y se lo encontró sentado en el sillón. No pudo articular palabra, pero al ver las llaves encima de la mesita supo dónde las había perdido y cómo había entrado él.
-Ya me he cansado de tanto juego. Sabes lo que quiero y lo voy a conseguir hoy.
Se dio la vuelta para echar a correr, pero la atrapó antes de llegar al pasillo; la empujó contra la pared y empezó a manosearla con una mano mientras con la otra sujetaba su cuello, dejándola sin movimientos y sin voz. Apenas unos gemidos era lo único que emitía su garganta. Se preparó para lo peor mientras unas lágrimas caían de sus ojos.
Entonces oyó la puerta y le vio; la misma cara de sorpresa que había puesto ella sólo unos minutos antes. Por fin reaccionó y se abalanzó sobre ellos. Después.....nada.
NADA
Cuando le encontraron estaba abrazado a su cuerpo. Eso le dijeron. Él apenas podía recordar la escena que encontró al entrar en casa. Como entre brumas se veía a sí mismo abalanzándose contra el hombre que la tenía arrinconada contra la pared; luego se dio cuenta de que sus manos apretaban el cuello y se fijó en que la cara de Javi estaba ya morada. Le soltó y buscó a Laura. Con el empujón que le dio ella debió caer y su cabeza dio contra el apoyabrazos de una de las sillas del comedor que habían llevado a casa sólo tres días antes. El charco de sangre era tan expresivo, que estuvo seguro de que estaba muerta.
La policía, el juicio, su abogado.....todo había pasado como una exhalación. Nadie le creyó cuando contó lo que había pasado. No había señal de que hubieran forzado la puerta, ni signos de pelea en la casa; sólo su ojo amoratado que el fiscal achacó a un intentó de Javi por defenderse. La conclusión: ellos mantenían una relación, él los sorprendió y los mató. Le condenaron por el asesinato de Javi y el homicidio involuntario de Laura.
En la cárcel sobrevivió como pudo. Nada le importaba. No se relacionaba con nadie. Sólo quería que todo acabara. No dejaba de preguntarse por qué había tenido que pasarle a él, pero nunca encontró respuesta a esa pregunta. Llegó un momento en que dejó de importarle.
Pasó el tiempo y gracias a su buena conducta le plantearon la posibilidad de un tercer grado. Le buscaron un empleo, algo imprescindible para ello y le dijeron las condiciones de su nuevo estado. No lo planeó. Como todo lo que pasaba en su triste vida desde que llegó a la cárcel, se dejó llevar. Fue al sitio donde tenía que trabajar, hizo lo que le mandaron hacer y, al terminar su jornada, simplemente desapareció.
Llevaba tantos años rodando de un lado a otro que había perdido la noción del tiempo y del espacio. Casi no recordaba ni quién era. La vida que una vez tuvo era algo tan lejano que sólo tenía vagos recuerdos cuando, de noche, intentaba dormir en cualquiera de los lugares que le parecían idóneos. Recuerdos que no sabía muy bien si lo eran o se trataba de sueños. Le gustaban aquellas casas donde se veía viviendo y, sobre todo, le gustaba aquella mujer atractiva que se reía con él y junto a la que dormía abrazado. Aquella noche su imagen era tan real que parecía estar a su lado.
-Ven conmigo-le dijo mientras alargaba su brazo hacia él con la misma dulce sonrisa con la que aparecía en sus sueños. Y él cogió su mano, seguro de que ya nunca más tendría que buscar un refugio donde dormir.
Texto Ana María Blanco Estébanez
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