sábado, 25 de diciembre de 2021

LUGEA

 




   El día que el cielo se rompió Tiedra no había nacido; tampoco sus padres, ni los padres de sus padres. Porque el día en que comenzó una nueva historia para su planeta y el satélite que giraba a su alrededor estaba tan lejano, que sólo lo conocían por lo que les contaban desde muy pequeños.

   La historia que se transmitía a cada nueva generación no variaba: el suyo había sido un precioso planeta habitado por seres que se creían muy evolucionados y poderosos, hasta que tuvieron que enfrentarse a algo que les hizo darse cuenta de lo pequeñitos que eran. Los estudiosos del espacio avisaron de la catástrofe que se aproximaba: Bahabón, uno de los asteroides de tamaño medio del cinturón entre Marte y Júpiter, había abandonado su órbita al chocar contra él un pequeño meteorito. Los cálculos daban siempre el mismo resultado: impactaría en la Tierra en un plazo máximo de un año. Expertos de todos los países se organizaron con dos objetivos: encontrar la forma de evitar el choque y, por si no fuera posible, conseguir salvar a la mayor cantidad de gente.

   Se decidió crear habitáculos submarinos, subterráneos y espaciales. Si bien con los primeros no tenían experiencia y no sabían si los prototipos aguantarían la presión durante mucho tiempo, las cuevas eran la opción más segura, ya que habían sido sus refugios desde que la evolución o los dioses les pusieron en el planeta. Tras décadas de viajes espaciales intentando conocer más acerca del espacio que les rodeaba y buscando posibles opciones en el sistema solar para establecer alguna colonia, había una decena de estaciones listas para ser ocupadas. Sabían que, en el mejor de los casos, no llegaría a la quinta parte de la población la que sería salvada, lo que planteó otro problema:¿quién les elegiría y bajo qué criterios? Un comité de expertos seleccionó a representantes de todas las razas y profesiones.

   La única solución que encontraron para intentar evitar la colisión fue lanzar un misil que lo convirtiera en partículas lo suficientemente pequeñas como para ser destruidas al entrar en la atmósfera o cuyo impacto no supusiera un peligro. Los científicos calcularon y recalcularon trayectorias, distancias y potencia. Se eligió el día; todo el planeta estaba pendiente del resultado: unos rezando, otros confiando en la suerte. Pero ni los dioses ni los hados fueron favorables: aquel minúsculo trozo de roca podía haber pasado al lado del misil sin tocarlo, pero no....un ligero roce, lo suficiente para desviarlo y que, en lugar de hacer explotar a Bahabón, lo empujara directo hacia la Luna como si se tratara de una bola de billar.

   La euforia inicial al descubrir que la Tierra estaba salvada apenas duró unas horas: los científicos confirmaron que la Luna sería destruida y, aunque desconocían de qué forma exactamente, previnieron de las terribles consecuencias que tendría para ellos. Durante los días que tardó en ocurrir la catástrofe, no cesaron las cábalas y los pronósticos, sin que nadie lograra adivinar lo que terminó ocurriendo.

   Sólo en las zonas donde era de noche se pudo ver la explosión. El ruido, sin embargo, se oyó en todas partes. El satélite desapareció en medio de una nube de polvo. Al poco tiempo empezó la lluvia de restos lunares, lo suficientemente grandes como para provocar destrozos allí donde cayeron, además de arrasar las estaciones espaciales que habían comenzado a ser ocupadas por los elegidos para salvarse. Pero no fue lo peor: cuando la nube de polvo empezó a dispersarse, pudieron ver que el satélite no se había desintegrado totalmente y que un trozo, en forma de cuarto menguante, se mantenía milagrosamente flotando y manteniendo la órbita alrededor de la Tierra. Aquello duró menos de una semana y todos pudieron ver cómo se iba acercando cada vez más. Aunque no se rindieron y siguieron buscando posibilidades de salvación, los humanos sabían que el final era inminente.

   Y llegó: aquel enorme pedazo de roca atravesó la atmósfera atraído por la gravedad terrestre y....fue a caer en el Océano Pacífico, quedando clavado en medio de la fosa de las Marianas. El agua desplazada arrasó islas y continentes y la fuerza de la colisión frenó el movimiento del planeta hasta casi pararlo. Se producían terremotos continuamente y la nube de polvo que se formó tras el continuo impacto de rocas lunares hizo desaparecer el sol, sumiendo a la Tierra en la oscuridad.

   Hubo supervivientes, muy pocos, que lo lograron porque se encontraban en cuevas de lugares elevados. Cuando pasaron varios días sin sentir golpes contra la superficie, temiendo que alguno de los seísmos les dejara atrapados, decidieron salir y buscar otro refugio. El panorama que se encontraron fue desolador y la destrucción absoluta. Tenían víveres para varios meses, así que disponían de tiempo para buscar un sitio que les permitiera instalarse y asegurar su supervivencia. En algunos lugares del cielo la capa de polvo parecía más ligera y casi podía adivinarse el sol brillando con fuerza al otro lado. Decidieron dirigirse hacia allí y, tras varios días, tropezaron con la enorme cuña lunar, tan alta que su final se perdía a través de las nubes que la rodeaban. Se encontraron con otros supervivientes que, al igual que ellos habían ido en busca de rayos solares. Deliberaron sobre qué hacer porque estaba claro que, si había algún lugar habitable, no lo encontrarían antes de acabarse las provisiones. Algunos propusieron escalar aquella inmensa montaña, pensando que en la cima, si encontraban la luz y el calor del sol, podían tener alguna posibilidad de sobrevivir. Y, con aquella remota esperanza, se lanzaron a una aventura que acabaría con los más débiles y que, tras semanas de frío helador y agotamiento, les recompensó con una visión increíble: tras atravesar aquellas nubes bajas llegaron a un terreno rocoso iluminado y caldeado por el sol.

   A pesar de no ser parte de la tierra, las condiciones climáticas lo estaban convirtiendo casi en un vergel. Encontraron los restos de una de las estaciones espaciales y, afortunadamente, pudieron aprovechar algunos de sus aparatos. Todas habían sido cargadas con semillas de varias especies vegetales para replantar el planeta cuando se pudiera volver, así que parecía que aquel grupo de seres afortunados podía empezar una nueva vida. Crearon refugios y se organizaron para realizar las tareas básicas. 

   Al principio cada mes y luego más distanciadamente, un pequeño grupo abandonaba Lugea, como habían llamado a su asentamiento, y bajaban en busca de más supervivientes. Nunca regresaron, por lo que se decidió que no se mandarían más expediciones.

   Llevaban casi dos años viviendo en ese nuevo mundo mucho más sencillo y feliz que el que habían conocido, cuando los terremotos aumentaron de intensidad y frecuencia. Un día pareció que aquella enorme masa amorfa despertaba de su letargo y recuperaba el movimiento perdido con el impacto. Una violenta sacudida agitó la cuña, que empezó a resquebrajarse hasta partirse. ¿Por que no cayó y, en cambio, quedó flotando sobre el planeta? Nadie se lo explicó, pero lo cierto es que aquel pequeño trozo  de lo que había sido la Luna empezó a alejarse unos kilómetros, hasta quedar suspendido en el aire.


LU


      Adalia sonrió al ver las caritas de asombro tras terminar la historia del origen de su peñasco flotante. Siempre pasaba lo mismo: bocas abiertas, aplausos y risas.

   -Ahora quiero que dibujéis lo que más os haya llamado la atención-les dijo.

   Los pequeños agarraron lápices y pinturas, abrieron sus cuadernos y se pusieron a la tarea. Adalia iba sorteando los pupitres observando lo que estaban pintando. En medio del silencio empezó a oír algunos pensamientos y suspiró: alguno de ellos ya estaba salvado. Desgraciadamente no pudo escuchar los de su pequeña Tiedra. Cuando llegó a su mesa y vio el extraño ser cuadrúpedo y alado que había dibujado, supo que todo estaba perdido. Nadie sabía qué era aquello, pero cuando los dibujaban en medio de paisajes desconocidos y edificios que en nada se parecían a los suyos, las esperanzas de recuperación desaparecían completamente.
   
   La raza humana había evolucionado a través de los siglos y, aunque físicamente nadie podría encontrar diferencias, sus capacidades mentales se había desarrollado de tal forma que se comunicaban telepáticamente, además de ser telequinéticos. Seguían manteniendo a la familia como modelo de convivencia y cada uno se dedicaba a aquello para lo que estaba más dotado. Los bebés eran mucho más precoces que los de sus antepasados y, al final de su primer año de vida, podían comunicarse sin hablar.

   Aparte de seguir sin saber cómo seguían flotando sobre el planeta, manteniéndose siempre sobre el mismo lugar donde se partió, había dos grandes misterios que aquellos avanzados seres no habían logrado explicar.

   El primero era por qué no sobrevivían más de 65 años. Llegados a esa edad, todos, sin distinción de raza o sexo, perdían sus capacidades mentales y, simplemente, se apagaban. Era como una especie de selección natural para que el número de habitantes de Lu se mantuviera estable.

   El segundo era por qué no todos los niños podían alcanzar el máximo desarrollo cerebral. 

   Cuando Adalia y Carpio vieron los preciosos ojos violeta de su recién nacida, sus corazones dejaron de latir unos segundos. Sabían que aquélla era primera señal de que su pequeña podía ser uno de aquellos seres que no lograban desarrollar su cerebro de la misma forma que los demás y, si así era, la perderían en cinco años. Todavía podía salvarse; no era lo normal, pero se daban algunos casos. Sin embargo, al cumplir un año los ojos de Tiedra no habían perdido ni un ápice de su intenso color violeta y ella no había logrado comunicarse mentalmente ni mover con su pensamiento el más pequeño objeto. Ya sólo les quedaban cuatro años para ayudarla a conseguirlo.

   Desde muy pequeñitos todos se iban orientando a esas profesiones en las que destacaban. Tenían de todo: desde científicos a manitas, profesores o músicos, de tal forma que ningún campo quedara vacante y las necesidades de la comunidad estuvieran siempre cubiertas. Por eso había escuelas de todo tipo, incluidas las de los "otros niños". Allí era donde trabajaba Adalia. Su elección no fue tan rápida como la de la mayoría; de hecho, nada parecía llamarle la atención ni destacar en ninguna habilidad concreta, hasta que un día, viéndola con uno de sus primos, de ojos violetas, mientras intentaba enseñarle a mover una pelota sin usar sus manitas, sus padres supieron de inmediato que su hija sería profesora de niños sin capacidades psíquicas desarrolladas.

   Una vez al año la comunidad se reunía, en el extremo más alto del peñasco, donde había unas vistas espectaculares del espacio superior y del planeta inferior, para despedirse de aquellos niños que, habiendo cumplido los cinco años, seguían siendo especiales. Al principio se ocuparon de ellos, hasta que se dieron cuenta de que no sólo no encajaban en ninguno de los campos, además eran estériles. La supervivencia de Lu dependía de un perfecto equilibrio entre nacimientos y muertes. Tener seres que no podían procrear podía llevarles a la extinción. Cundo quedó claro que había que deshacerse de ellos, se planteó la forma: no eran asesinos y aquellos pequeños eran sus hijos. Sólo se les ocurrió una cosa y, desde entonces, en cada solsticio de primavera daban una fiesta a la que asistía todo el mundo y, uniendo todos sus poderes, lograban trasladarlos tras dormirlos con la comida.
   

GEA


   Urueña se despertó en cuanto los rayos del sol empezaron a iluminar su cuarto. Dio un codazo a Curiel.

   -¿Estás despierto?

   -Mmmmm....casi-medió balbuceó.

   -Vamos, hay que levantarse. Tenemos que terminar de prepararlo todo. No puedo con los nervios.

   La observó desde la cama mientras se vestía. Seguía siendo la misma cría alocada de la que se enamoró hacía tres años y, por fin, había llegado el momento de que su felicidad se completara: ese año habían sido elegidos para quedarse con uno de los enviados. No sabrían si era niño o niña hasta que llegaran al santuario. 

   -¿Todavía estáis así?-Peñaflor entró sin llamar, como siempre.-Es casi la hora.

   -Buenos días-les saludó Langayo-. Ya te he dicho que hay tiempo de sobra, cielo. Pero, si lo prefieres, podemos irnos ya, sin esperarles.

   -Ni hablar. Estamos juntos en esto: nos conocimos el mismo día, vivimos en la misma calle y nos han elegido a la vez para darnos a uno de los pequeños. Pero daros, prisa, por favor, que me va a dar algo.

   Cuando Curiel y Urueña estuvieron listos, los cuatro se encaminaron a la Mudarra, el precioso santuario verde donde cada año los dioses les dejaban varios pequeños. Desde que se tenía datos, ningún niño había nacido en Gea, pero se encargaban de aquellos hermosos seres que les regalaban cada mes de marzo. 

   Se contaba que hubo un desastre y los habitantes anteriores desaparecieron. Todavía quedaban algunos restos de los edificios que habían ocupado. Se sabía que algunos se salvaron a través de las nubes y, de vez en cuando, pequeños grupos eran enviados para saber si el planeta volvía a ser habitable. Nunca lograron volver y, al final, dejaron de llegar. De repente, a finales de un mes de marzo, en la pradera que había en las afueras de Tamariz, la comunidad que habían creado, aparecieron un grupo de niños de unos cinco años. Estaban plácidamente dormidos y todos llevaban su nombre bordado en la ropa que llevaban. Al año siguiente ocurrió lo mismo, y al siguiente....y, desde entonces, cada principio de primavera y siempre en los mismos lugares de aquel paraje. Al principio eran adoptados por las familias que los encontraban. Con el paso de los años, se había desarrollado un proceso de selección en el que participaban todas las parejas que deseaban criar a alguno de los niños.

   Cada pareja se dirigió al lugar de Mudarra que les habían asignado. Urueña y Curiel se encontraron a una niña todavía dormida. Se sentaron a observarla. "Tiedra" ponía en su camiseta. Cuando abrió los ojos, vieron que, como todos cuando llegaban, los tenía de un intenso violeta. Sólo era cuestión de meses que desapareciera para dejar paso a su color verdadero.

   Tiedra les miró desconcertada; no reconocía a nadie, ni el lugar. Por detrás de los árboles vio una enorme torre. Era como la que solía dibujar en las clases de Adalia. Su madre....¿dónde estaban ella y su padre?¿Quiénes eran aquellas personas? Un sonido desconocido hizo que volviera la cabeza. Un enorme ser blanco con una cabeza alargada, cuatro patas y enormes alas venía hacia ella.

   -Hola, preciosa. Te llamas Tiedra, ¿verdad? Yo soy Urueña y él es Curiel. Y éste que viene a saludarte es Portillo, nuestro caballo.

   Agachó su cabeza para oler a la pequeña y resopló. Tiedra se echó a reír, se levantó, lo acarició y supo que, por fin, estaba en su hogar.


   


Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

miércoles, 22 de septiembre de 2021

Delitos menores


 

https://www.youtube.com/watch?v=M6ZZKNPrSPw


   Sintió como si se enganchara con algo y cuando miró sólo pudo ver cómo su bolso desaparecía en la mano de un chico que salió corriendo en dirección contraria. Era un norteafricano alto, delgado y muy joven.

   -¡Eh, mi bolso! Me ha robado el bolso-gritó mientras corría tras él, como si a sus más de 75 años tuviera alguna posibilidad de alcanzarle-¡Las llaves, oye, las llaves!-volvió a gritar cuando se dio cuenta de que ya no le cogería y se quedaba sola, sin documentación, dinero, tarjetas y sin poder entrar en su casa.

   -Te dejo. Acaban de robar el bolso a una señora y voy a ayudarla-Un chico joven, que venía hablando por teléfono, se acercó a ella-¿Está bien?¿Le ha hecho daño?

   -No, pero se ha llevado todo. ¿Qué hago ahora? La policía....hay que llamar a la policía. Y la tarjeta del banco. Ay, madre, que no la use.

   El chico llamó inmediatamente para denunciar lo sucedido y, tras preguntar de qué banco era la tarjeta, también se  encargó de pedir la anulación. Una patrulla llegó enseguida, les pidieron que esperaran por la zona y, junto a otros agentes que llegaron poco después, se fueron a peinar el área.

   -Mi hija vive aquí cerca. Voy a su casa para decírselo.

   Una acababa de terminar de recoger la casa. Era su primer día de vacaciones tras un largo y estresante verano y uno de los pocos para los que no tenía planes porque necesitaba simplemente no hacer nada. Dos timbrazos retumbaron por la casa. 

   -¿Sí?¿Quién es?-preguntó, aunque sabía la respuesta: ya había dejado de pedirle que no pegara el dedo al botón, que cualquier día iba a tirarle la pared. Pero la extrañaba que hubiera vuelto, porque hacía poco más de cuarto de hora que había estado allí.

   -Oye, soy yo.

   -Dime.

   Silencio.

   -¿Qué?-gritó, empezando a perder la paciencia.

   -Es que me han robado el bolso y se han llevado todo-su voz sonaba tan débil.

   -Sube.

   -No. Estoy con un chico que me ha ayudado.

   -Pero sube.

   -No. La policía nos ha pedido que nos quedemos por aquí.

   -Vale. Voy a cambiarme y bajo.

   Se dirigió al armario pensando en qué ponerse, pensando que, si estaba abajo, por lo menos no la habían hecho daño, pensando en lo que podía llevar en el bolso y en lo que habría que hacer y, mientras bajaba las escaleras, no podía dejar de pensar que no era posible que hubiera pasado en su primer día de vacaciones.

   Entre los dos la explicaron lo sucedido y se fueron a dar una vuelta por la manzana, por si pudieran encontrar algo. 

   -Fue tan rápido que no pude reaccionar; sólo le vi pasar corriendo-El chico las dejó para seguir con sus cosas.

   -Muchas gracias, en serio, por haberla ayudado y acompañado-en casos como ése, se veía que, a pesar de tanta gentuza, siempre se encuentra gente buena y desinteresada.

   Vieron venir a uno de los agentes en moto que estaban buscando al ladrón. Le pararon y las explicó lo que tenían que hacer: poner una denuncia en comisaría, anular todas las tarjetas y pedir unas nuevas y llamar al seguro para que mandaran a un cerrajero lo antes posible.

   Se fueron derechas a comisaría. Alrededor de media hora de espera antes de que las llamaran a declarar y Una tuvo que quedarse esperando porque sólo podía entrar una persona.

  -A ver, mi madre está nerviosa, todavía en shock y no va a saber contarlo.

   Fue inútil; el agente en cuestión resultó ser un borde, prepotente y completamente insensible.

   -¿Cómo voy a salir de casa ahora?-le preguntó cuando volvían en el autobús.

   -Sé que será difícil, pero no puedes encerrarte.

   Tardó dos días en volver a hacerlo y mucho más en perder esa sensación de miedo e impotencia. ¿Cómo no  iba a ser así si hasta Una iba por la calle  mirando a la gente y agarrándose el bolso cuando se cruzaba con alguien con aspecto que le resultaba sospechoso?

   A la mañana siguiente se despertó pronto; todavía tenía el horario de los  madrugones para ir a trabajar. Mientras estaba en la cama, recordando lo sucedido el día anterior, una luz apareció en su cabeza. Con un poco de suerte......Encendió el móvil y entró en la aplicación del servicio de autobuses. Una de las tarjetas que llevaba su madre en el bolso era el bonobús. No se sabía el número, por supuesto, pero, si el último saldo que había mirado era el suyo, quedaría en la aplicación. Pues sí, por los movimientos que aparecían, tenía que ser ése. Se levantó pensando que era una pista muy buena. No se veían las líneas, sólo las horas y que eran dos personas. Esperó hasta la hora de atención al público y llamó a la empresa. Les explicó lo sucedido y le dijeron los autobuses que habían cogido. En todos hay cámaras, pero sólo dejaban ver las imágenes a la policía, así que llamó a la comisaría donde habían puesto la denuncia el día anterior.

   -Tiene que venir su madre a hacer una ampliación.

   -¿Tiene que ir ella? Ya lo pasó bastante mal ayer. Además, la que tiene los datos de la tarjeta y ha hablado con la empresa soy yo.

   -Vale, pues venga usted.

  Mientras iba en el autobús, Una se iba mentalizando para tratar con el gilipollas uniformado del día anterior, pero tuvo suerte y, como todos los demás policías con los que habían tratado, fue atento, educado y de lo más agradable.

   -Miraremos las cámaras, pero si quien aparece no está fichado, no podremos hacer nada.

   Se fue de allí tranquila por haber hecho todo lo que estaba en su mano, pero con la sensación que no iban a hacer nada. Le dio mil vueltas a las líneas que habían utilizado. ¿Qué había por aquella zona? Ostras, el centro de menores. Blanco y en botella, pensó. A ver, si ella, utilizando sólo sus células grises, como diría Poirot, había descubierto todo aquello,¿qué no podría hacer la Policía con todos sus medios? Porque tenerlos los tenían, sin duda. De hecho durante aquella semana, en una de las céntricas plazas, se podían ver los  helicópteros, lanchas y vehículos acorazados que utilizaban en sus investigaciones.

   -Nada, hay cosas mucho más importantes y no se dedican a los delitos menores-le decía todo el mundo. Una era consciente de ello, como también  lo era de lo frustrante que tenía que resultar trabajar para detener a alguien y que la injusta justicia los dejara en la calle a las pocas horas. Sin embargo, por muy importante que fuera detener a grandes traficantes, corruptos o estafadores, lo que de verdad creaba inseguridad eran, precisamente, esos llamados delitos menores que hacían que la gente saliera con miedo a la calle por si les atracaban, o que una tranquila comunidad de vecinos en la que se instala un pequeño camello, vea su tranquilidad destrozada.

   No volvieron a saber nada de la Policía ni recuperaron nada de lo robado. Los días y las semanas pasaron y volvieron a recuperar la normalidad. Una tarde, mientras Una volvía a casa, se cruzó con dos de sus ancianas vecinas, las dos con bastón para poder caminar. A los pocos segundos oyó unos gritos y, al volverse, vio como una chica joven tiró a una de ellas al suelo, arrancó su bolso y salió corriendo hacia donde estaba parada. Algunos de los que estaban sentados en la terraza de un bar fueron corriendo hacia las mujeres para ayudarlas. No supo muy bien cómo lo hizo, pero cuando la chica pasó por su lado, Una la empujó, perdió el equilibrio, se tambaleó y se cayó. Una cogió el bolso y empezó a insultarla y patearla, soltando toda la rabia que llevaba dentro, hasta que recordó una frase que le habían dicho cuando el tirón de su madre: "Si llego a estar allí, voy a la cárcel, pero ese cabrón  no vuelve a robar a nadie". Paró; no merecía la pena ponerse a la altura de aquella gentuza y convertirse en un monstruo como ellos.

   -Lárgate y no vuelvas por el barrio, porque puede que la próxima vez no tengas tanta suerte-uno de los hombres que estaban en la terraza se había acercado y la había ayudado a levantarse. Sangraba por la nariz y cojeaba, pero se fue todo lo rápido que pudo.

   -Gracias, hija-le dijo la mujer cuando se acercó a recoger el bolso.

   -Vete-le dijo el hombre-ella no va ponerte una denuncia y ninguno de nosotros va a decir nada.

   Una llegó a casa y se echó a llorar. Toda la impotencia acumulada durante semanas había desaparecido. Lo que más rabia le daba era que tuvieran que ser los vecinos los que tuvieran que encargarse de protegerse, pero, si nadie más lo hacía.....


Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

lunes, 23 de agosto de 2021

Campamento a la española

 


https://www.youtube.com/watch?v=2PlgN0ta6E8


LA LLEGADA Y LAS...."GANAS"

   Un pequeño camión bastante desvencijado y los cuatro coches y la furgoneta que lo seguían se pararon en fila delante de una verja oxidada cuya puerta estaba cerrada con un candado. Tampoco hubieran cabido de otra forma en aquella especie de camino de cabras que les había llevado hasta allí tras atravesar el pueblo.

   De uno de los coches bajó un hombre con varias llaves metidas en una arandela a la que nadie habría llamado llavero. Se notaba que ya lo conocía porque abrió sin dudar cuál de ellas elegir.

   Vicky se había bajado para estirar las piernas; eran coches pequeños y en cada uno iban cuatro personas con sus correspondientes equipajes, así que habían sido kilómetros sin apenas poder moverse. Estaba mirando a través de la valla, muy decepcionada con lo que veía.

   Era el verano de 1988 y acababa de terminar su penúltimo año de carrera. Si todo iba bien, el verano siguiente, acabada la Universidad, quería pasarlo mejorando su inglés en Estados Unidos. Muchas de sus amigas habían ido a Inglaterra o a Irlanda, pero ella quería ir más lejos y, desde siempre, conocer tierras yankis había sido uno de sus deseos. A principios de curso se acercó al Departamento de Inglés de la Facultad y descubrió que para ir allí sin arruinarse sólo había dos posibilidades: como cuidadora de niños en una familia (que no la apetecía en absoluto) o como monitora en alguno de los innumerables campamentos de verano que había por todas partes. Decidió que, si conseguía ir con una buena agencia, podía enlazar uno tras otro en diferentes lugares, con lo que mataría dos pájaros de un tiro: dos meses de estancia gratis y conocer varios estados americanos. Sólo tenía un problemilla: las agencias querían monitores con experiencia y ella no la tenía.

   -Apúntate a los  grupos de la  parroquia conmigo-le dijo su amiga Chus-Tenemos actividades durante todo el año con niños en los locales, pero también les llevamos de excursión y, en julio, hacemos un campamento. No será mucho, pero, por lo menos, en la solicitud podrás poner algo de experiencia.

   Y así lo hizo. Durante el invierno, parte de los fines de semana estaba en  los locales, jugando con niños de varias edades y ayudándoles con sus deberes. Tuvo que reconocer que se divirtió más de lo que esperaba, sobre todo con las excursiones. Recordaba especialmente dos de ellas: la que hicieron a la fábrica de leche de su ciudad, de donde salieron con muestras de todos los productos lácteos que comercializaban, y la que hicieron al parque de bomberos, con la que los monitores y los niños disfrutaron de las exhibiciones, además de las prácticas que les permitieron hacer; las monitoras también disfrutaron......mucho.

   Para los campamentos de verano se movilizaban todos los contactos de la parroquia a fin de conseguir lugares que salieran gratis y que estuvieran situados cerca de sitios interesantes por la historia o la naturaleza o las dos cosas.

   Esta vez habían pillado un terreno en las afueras del típico pueblo castellano grande con algo de industria, pero, sobre todo, mucha ganadería de la que vivía toda la comarca. El director del campamento había ido a verlo semanas antes  y decidió que era el sitio ideal: la entrada, aunque en las afueras, estaba pegada al pueblo y, por la parte de atrás, había un arroyo que se oía, pero que no se veía debido a la vegetación, lo  que lo  hacía perfecto para que los niños no pudieran acceder fácilmente.

   Era una preciosa pradera donde pastaban las reses, pero cuando llegaba el verano se las llevaban a la sierra  y ese pastizal quedaba vacío. Normalmente el  dueño lo limpiaba y lo dejaba preparado para la nueva temporada, pero, ese año, un grupo de monitores de ciudad iba a hacerlo por él: era la única condición que puso para cedérselo gratis durante dos semanas.

   El cura, seis monitores y los niños llegarían tres días más tarde en el autocar. El director, el subdirector, la cocinera, su pinche y el resto de monitores tenían que tenerlo todo listo para cuando llegaran. "Imposible", pensó Vicky al ver aquel lugar lleno de excrementos y malas hierbas.

   -Aquí va el comedor y al lado la cocina. A derecha e izquierda irán las tiendas. Aquella será la zona de letrinas y duchas-iba señalando el hombre sobre cuyos hombros iba a recaer el peso de cuidar de la seguridad de todas aquellas personas durante las semanas siguientes.

   Antes de sentarse a comer los bocadillos que llevaban, habían conseguido limpiar de boñigas la zona destinada al comedor, así que el camión había descargado los hierros que formarían la estructura cubierta; los tableros que se convertirían en mesas y los bancos corridos estaban amontonados al lado. Mientras unos empezaban a dar forma al lugar donde se desarrollarían las comidas y reuniones importantes de los siguientes días, el resto, armados con palas, siguió retirando excrementos. Al atardecer estaba lista la instalación eléctrica, los fogones y la enorme cubierta. También habían limpiado el  espacio suficiente como para poner  las tiendas en las que dormirían ellos.

   Vicky nunca había ido de acampada y lo de dormir en el suelo metida en un saco no la convencía para nada. Se había comprado todo el equipo: mochila, saco, aislante, gorras y cantidad de pantalones cortos y camisetas porque no estaba dispuesta a ponerse ropa sucia por muy de campo que estuvieran.

   Montar la tienda resultó muy divertido. Como Chus ya tenía experiencia no necesitaron ayuda y la tuvieron lista casi al mismo tiempo que los demás. El lugar era tan amplio que iban a dormir de dos en dos, no como otras veces, que  llegaron a dormir hasta cuatro en cada tienda, medio amontonados. Metieron las mochilas, bolsos, sacos y aislantes, y se repartieron el espacio.

   -Voy a ver cómo se está, no sea que haya algo debajo de la lona y no podamos dormir-Chus suspiró al verla estirar el aislante y meterse dentro del saco. Cuando Vicky se ponía así era inútil recordarla que habían despejado perfectamente el terreno antes de estirar la tienda y clavar las piquetas.

   -¿Contenta?-le preguntó cuando vio que, tras unos segundos, no decía nada.

   -No sé. Noto....Es como si.......Oye, algo se mueve aquí debajo-casi gritó Vicky intentando incorporarse dentro del saco.

   -Ya claro, seguro que tenemos un terremoto en medio de tierras castellanas-se rio Chus.

   -En serio, tía....es como si hubiera algo vivo-Vicky no podía salir del saco y sus intentos por sentarse eran infructuosos.

   -Croac-se oyó entre las carcajadas de Chus-Croac-y las dos miraron hacia la entrada de la tienda donde pudieron ver un par de ranas. Tras unos segundos de silencio vieron cómo unos bultos se movían debajo de la lona.

   -¡Aaahhhh! "Ganas"; tenemos muchas "ganas" en la tienda-salió disparada Chus gritando a pleno pulmón. A veces, especialmente si estaba muy nerviosa, tenía problemas para pronunciar la "r".

   El resto estaba terminando de colocar equipajes y bártulos y se volvieron hacia ella, justo a tiempo de ver salir reptando a Vicky dentro de su saco de dormir. Tras unos instantes de desconcierto en los que no podían entender qué es lo que pasaba, dos de los chicos entraron en la tienda, sacaron sus cosas y, tras desmontarla, comprobaron que la habían colocado justo encima de un nido de ranas.

   Durante la cena Vicky y Chus se dieron cuenta de que su batallita iba a ser contada una y otra vez durante generaciones de campistas. Cada tienda llevaba un nombre, elegido por sus habitantes; en su caso, ellas no pudieron hacerlo y tuvieron que aguantar las risas del resto cuando llegaron y vieron el cartel de "Las ganas" en su entrada y les contaron la historia.

UN VÁTER DE MUERTE

   Aunque los niños utilizarían las letrinas de siempre, los monitores iban a ser unos privilegiados en esta ocasión, afortunadamente para Vicky, que se preguntaba si iba a ser capaz de utilizar semejantes artilugios. El Director les había dicho cuando llegaron que el dueño de uno de los locales colindantes al terreno iba a pasar unos días de vacaciones y les cedía el uso de su servicio. Les hacía un favor y así tenía el negocio vigilado.

   -No tiene pérdida: nada más salir de la verja, es el primer local a la derecha-fue la única explicación que les dieron.

   Las chicas fueron las primeras en querer usarlo, así que allá se dirigieron. Ante su sorpresa, cuando se plantaron delante del escaparate, se encontraron con tres coronas de flores colocadas sobre unos atriles. No muy seguras de que fuera el lugar, probaron con la llave que les habían dado y, sí, la puerta se abrió sin problemas. Si las coronas se lo hicieron sospechar, los tres féretros de pie y abiertos que había enfrente de una mesa de despacho, les terminaron de confirmar que, efectivamente, se trataba de una funeraria. 

   Aunque una de las chicas salió corriendo y Chus se lo pensó, Vicky decidió que, mientras no hubiera muertos, a ella no la importaba en absoluto compartir el espacio con aquel mobiliario tan poco agradable. El aseo estaba bien y tanto el lavabo como la taza no tenían rastro de suciedad.

   Al principio era bastante chocante la situación, pero al final del día todos entraban allí sin prestar atención a la decoración. Y como ya se sabe que donde hay confianza da asco, se sentaron en los sillones, los más atrevidos probaron lo "confortables" que eran los ataúdes, y cotillearon lo que pudieron, dejando, eso sí, todo en su sitio y con mucho cuidado de no romper nada. Cuando a la mañana siguiente Vicky entró, se encontró que ya había cola. Mientras esperaban, el chico que estaba sentado detrás del escritorio abrió uno de los cajones que todavía no habían registrado. Ante la sorpresa de todos sacó una pistola gris muy brillante.

   -Deja eso que nos vas a meter en un lío-le dijo Vicky.

   Pero todos los demás se acercaron para verla mejor y cogerla. Tenía el cargador puesto y pudieron ver otros dos más en el cajón. Al final, Vicky, con el corazón latiéndole como si acabara de correr una maratón, la cogió cuando se la pasaron. Nunca había visto una fuera de la pantalla de televisión o cine y se sorprendió por lo que pesaba: al ver la facilidad con la que la manejaban los actores, creía que sería mucho más ligera.

   Durante el desayuno, lo de la pistola fue el tema que acaparó toda la conversación; antes de seguir con el acondicionamiento de la zona, el Director les pidió que siguieran sentados un momento:

   -No sé en qué estabais pensando cuando la cogisteis, pero que sepáis que la tienen como defensa en caso de atracos. Imaginad que la tienen que utilizar y la policía la confisca y analiza las huellas.

   Cuando terminó la charla, cada uno se dirigió a sus tareas. En cuanto tuvo un momento libre, Vicky cogió su bolsa de aseo y se fue a la funeraria. Lo primero que hizo fue coger la toalla y limpiar bien la pistola. Al abrir la puerta del baño después de lavarse y asearse, se encontró a otros tres de sus compañeros haciendo exactamente lo mismo que ella. Estaba claro que si alguna vez ese arma era utilizada y alguien buscaba huellas, se iban a encontrar con una pistola más limpia que los chorros del oro.

LA FOGATA MÁS ATERRADORA

  Los niños tenían entre ocho y catorce años. De vez en cuando admitían a alguno de seis, pero la verdad es que tan pequeños daban demasiados problemas. A partir de los quince años podían seguir yendo a los campamentos, pero como submonitores. Ese año, por cada grupo de ocho críos, había dos monitores y un submonitor. Vicky y Chus habían elegido a Moncho como el suyo porque estuvieron encantadas con él durante las actividades invernales: era divertido, dulce, obediente, algo gamberro y más bueno que el pan con los enanos. En el reparto las había tocado los de doce años y estaban muy contentas: no había que estar tan pendientes de ellos y podían dejarlos con Moncho más rato de lo que podrían haber hecho con los más pequeños.

   El campamento se desarrolló sin incidentes: excursiones, juegos, canciones, piscina, yincanas y deporte. La salud perfecta excepto heridas leves o picaduras de insectos. Se conocían de otros años, de los grupos de invierno y del barrio, así que formaban una gran familia. Ninguno de los peques quiso volverse a casa y, lo que más le asombró a Vicky, todos se comían sin rechistar lo que la cocinera preparaba cada día; aunque la verdad es que estaba todo buenísimo.

   Un día apareció en la pradera un patito amarillo. Nadie logró averiguar de dónde había salido: no había ninguno más por la zona y en el pueblo, por lo que les dijeron, nadie los criaba. Lo adoptaron como mascota y, entre todos le pusieron nombre: Majú.

   Había una cosa que preocupaba a Vicky desde el primer día: la hora de las historias nocturnas. Después de cenar, mientras los demás recogían todo y preparaban cosas para el día siguiente, dos monitores se encargaban de los niños. Encendían un hoguera y contaban historias de miedo. Ni Vicky ni Chus tenían idea de qué iban a contar, así que se apuntaron para el último día. Procuraban pasarse algún rato por la hoguera para ver cómo lo hacían los demás, pero el resultado era desalentador: los más pequeños solían creerse lo que les contaban, hasta que los mayores empezaban a reírse y a chafar el final de todas.

   Vicky decidió que, hiciera lo que hiciera esa  última noche, su historia iba a ser la más terrorífica. Lo malo es que el día se acercaba y no se les ocurría nada. De repente, viendo la hoguera anterior, se dio cuenta del fallo y recordó lo que había hecho Orson Welles décadas atrás en un programa de radio; lo importante no era la historia en sí (¿una invasión extraterrestre?), sino la forma de contarla; tenían que utilizar todo lo que estaba a su alcance para hacerla lo más real posible. Se lo contó a Chus y a Moncho, que estuvieron de acuerdo, y luego fueron a hablar con el Director porque necesitaban que se mantuviera al margen y les ayudara con el efecto final.

   -Sólo espero que no os paséis o nos tocará estar toda la noche pendientes de niños que no pueden dormir-fue lo único que les dijo.

   Como todas las noches después de cenar, los niños se fueron acercando a la fogata y se sentaron alrededor, comiendo chuches y riéndose.

   -¿Preparados para una historia terrorífica?-les preguntó Chus.

   -Siiiiii-gritaron los más pequeños, mientras los mayores seguían a su aire, hablando entre ellos.

   -A ver, no penséis que la de esta noche va a ser una historia como las que os han contado hasta ahora-empezó Vicky bajando la voz, lo que hizo que tuvieran que callarse para poder oírla-La de hoy....

   En ese momento, tal como sucedía todas las noches a la misma hora, los faros de la patrulla de la Guardia Civil iluminaron la pradera al entrar por la verja. Cuando se paró, dos agentes bajaron del coche. El Director se acercó a ellos y les acompañó para recorrer el lugar, comprobando que todo estaba correcto y que no había pasado nada extraño durante el día. 

   -Buenas noches, niños-les dijeron al pasar a su lado.

   Como era la última noche, tras la revisión, el Director les llevó al comedor para invitarles a un café, así que todos pudieron ver que, en vez de irse, se sentaban y se ponían a hablar.

   -Como os estaba diciendo,-siguió Vicky-esta noche se os pondrán los pelos de punta porque......

   En ese momento apareció Moncho corriendo y se acercó a ellas, con cara de preocupación. Les susurró algo al oído.

   -¿En serio?¿Y los demás?-preguntó Chus.

   -Recorrerán el recinto asegurándose de que todo está perfectamente cerrado-pudieron oír los niños.

   -Bueno, pues no podremos contar la historia. La Guardia Civil nos pide que os llevemos a las tiendas y que os quedéis en las vuestras.

   -¿Qué ha pasado?-preguntó uno de los mayores.

   -No sabemos mucho más. Es lo que le han dicho a Moncho. Parece que esta tarde, cuando trasladaban a unos presos a la cárcel, ha habido un accidente y tres de ellos han escapado con las armas que había en el furgón. Les tienen rodeados cerca de la sierra, pero no quieren correr riesgos y nos piden que apaguemos la hoguera y nos metamos en las tiendas.

   -Anda ya-dijo uno de los listillos revienta-historias-nos estáis colando una trola, y ahora nos dirás que son unos asesinos peligrosos.

   -Pues la verdad es que no tengo ni idea de quiénes son, pero vosotros, los mayores, deberíais cuidar de los más pequeños. Nosotras estaremos por aquí, pero nos han pedido a los monitores que vigilemos por si oímos algo. Así que, por favor, recoged todo, que vamos a apagar la hoguera.

   -Que no, que es mentira-se resistió alguno.

   De repente unos ruidos de pisadas, carreras y saltos provenientes de la reja de la entrada, hicieron que Vicky y Chus se pusieran de pie de un salto.

   -Vete a avisar a los guardias-le pidió Vicky a Moncho.

   -¿Qué ha sido eso?-preguntó el chaval con lágrimas en los ojos.

   -No lo sé. Haz lo que te he dicho-le repitió Vicky muy seria.

   Los niños, bastante asustados, no dejaban de mirar hacia la entrada. Moncho ya había llegado al comedor y las chicas decidieron que era la hora de ir a las tiendas. Justo en ese momento, las luces del campamento se apagaron y sólo podían ver lo que la luz de la fogata les permitía. Toda la pradera se llenó de gritos cuando empezaron a ver unas sombras acercándose a ellos.

   -¡Sorpresa!-gritaron tres chavales cargados con bolsas llenas de botellas y chucherías. Era la avanzadilla del resto de críos del pueblo, que iban a participar en la fiesta de despedida del campamento. Las luces volvieron a encenderse y el resto de chicos, que esperaban en la puerta, como les habían pedido, entraron cargados con más bolsas.

   -Y colorín, colorado....nuestra historia ha terminado-se rieron Chus y Vicky ante la mirada, todavía aterrorizada de los pequeños campistas.

   La idea de la fiesta la tuvo Moncho. Los submonitores habían hecho muy buenas migas en la piscina con la panda del pueblo y pensó que, por un lado sería un bonito detalle de despedida y, por otro, si los niños se asustaban demasiado, tendrían un buen rato de música, canciones y diversión para olvidarse de la historia.

   Y así acabó el primer campamento de Vicky. Al día siguiente el autocar vino a buscarles después de comer; antes, por la mañana, se entregaron los diferentes premios. Como no podía ser de otra forma, el de la mejor historia de fogata fuera para ellas. 

EPÍLOGO

   Las ranas, una vez se movió la tienda, siguieron con su vida sin ningún problema.

   A Majú se lo llevó el único monitor que vivía en una casa con parcela, por lo que disfrutó de una vida a cuerpo de rey......hasta que llegó la Navidad.

   Vicky se aficionó a eso de dormir en una tienda y no dejó de hacer acampadas libres o en camping. Tres años más tarde, como necesitaban monitores, le pidieron que participara de nuevo en el campamento de la parroquia. Esta vez no hubo ranas, pistolas o ataúdes y descubrió que ya no había cuentos en la hoguera para evitar el riesgo de posibles incendios. Desgraciadamente ninguna agencia la contrató, así que todavía sigue soñando con conocer tierras yankis.



Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

jueves, 12 de agosto de 2021

Cuando los dioses se aburren

 



   Para no variar, Silvia se había quedado otro año más sin ese maravilloso viaje de vacaciones con el que llevaba tiempo soñando: no pudo coincidir con casi ninguna de sus amigas y las que sí cogían días al mismo tiempo que ella, no se atrevían a hacer viajes largos debido a la pandemia. Pero como era de las que veía lo positivo en cada desastre, disfrutaba de todas las excursiones de ida y vuelta que hacían para conocer los lugares más cercanos...además de estar dejando la casa como los chorros del oro.

   Esa mañana, al mirarse en el espejo y ver su larga melena encrespada, decidió que había llegado el momento de ponerse en manos profesionales y llamó a su peluquera para que le diera una cita. Sorprendentemente (la lista de espera era casi comparable con la de su médica de cabecera), tenía un hueco esa misma tarde, así que, después de comer, y tras elegir ropa varias veces (el verano estaba siendo atípico y no hacía el calor que debería, para ser primeros de agosto), se puso un vestido de tirantes negro con falda de vuelo por encima de la rodilla, unas sandalias beige casi planas y un bolso bien colorido para que destacara.

   Al salir del portal, una bocanada de aire caliente confirmó que había elegido bien su indumentaria porque era una tarde abrasadora. De camino a la peluquería decidió que, a la vuelta, se zamparía otro helado; llevaba varios ese verano y, aunque no era algo que le gustara excesivamente, habían abierto varias tiendas en la avenida que recorría a diario en las que los vendían artesanos, a precio desorbitado, y de sabores que hacían que tu boca empezara a salivar cual muerto de sed en el desierto ante la visión de un oasis.

   -A ver qué puedo hacer con las greñas que me traes-le dijo Rebeca mientras la acompañaba al lavabo. Ya estaba acostumbrada porque era lo mismo que le decía cada vez que tardaba más de un mes en ir a verla....y esta vez hacía casi cuatro.

   Se pusieron al día de sus vidas mientras el tratamiento con champú, mascarilla de queratina y corte de puntas abiertas dejaba su melena hidratada, brillante y lista para posar ante el fotógrafo de moda más exigente.

   Dio un pequeño rodeo porque quería ir a la última heladería que habían abierto, y, como le había pasado con las otras, al plantarse delante el cartel con los sabores, tardó en elegir ante tanta delicia. Esta vez se decantó por uno de tarta de queso con cucurucho de chocolate; puestas a no mirar calorías, se imaginó el contraste de sabores....y no se equivocó. Se colgó el bolso en bandolera y salió de la tienda lamiendo la enorme bola, mientras veía cómo la gente con la que se cruzaba la miraba con  envidia.

   De repente sintió una gota fría en el pie, miró y vio una mancha blanca: hacía tanto calor que el helado se estaba deshaciendo muy rápido. Empezó a chupar, sorber y morder a toda velocidad, lo que supuso una tortura para sus sensibles dientes, y aún así, aquella bola seguía ganándola. Una racha de viento pegó un trozo de melena en el helado al mismo tiempo que otro mechón se metía en su boca, así que tuvo que sujetar como pudo su pelo con la mano que tenía libre. El aire no paró y lo ideal habría sido ponerse el coletero que siempre llevaba en el bolso, pero no tenía dónde dejar el sabroso cucurucho, así que siguió caminando haciendo malabarismos ante la divertida (ya no envidiosa) mirada de la gente.

   La mano izquierda estaba pegajosa, con una mezcla de helado y chocolate derretidos que ya había caído también en el vestido. La derecha a duras penas lograba sujetar el pelo porque las ráfagas de aire eran cada vez más fuertes. Silvia se dio cuenta de que aquello podía ir a peor si el bolso no conseguía mantener la falda en su sitio. Buscó con la mirada un banco donde sentarse hasta terminar el helado, pero nada: la tercera edad de la zona los acaparaba todos. Se acercó a la fachada, buscando un poco de remanso, y un viento huracanado, que formó remolinos con las hojas, levantó su vestido como en la escena de aquella película, aunque la famosa actriz tenía sus manos para que, aunque resultara sensual, no llegara a enseñar nada. Silvia no tuvo esa suerte: se pegó a la pared y soltó su melena que, libre, volvió a pegarse al helado y a su cara. Aun así, una mano no fue suficiente.

   -Ey, Marilyn. ¿Te ayudo?-aunque sólo podía verle entre mechones de pelo, reconoció su voz. Era lo que la faltaba: Sergio. Después de meses tonteando sin conseguir ni una cita, se había rendido y llevaban semanas sin hablar...y tenía que ser precisamente en ese momento cuando apareciera.

   Se pegó a ella. Silvia por fin pudo encargarse de su pelo otra vez.

   -¿Me lo sujetas un momento, porfa?-le dijo dándole el pegajoso cucurucho. Se limpió las manos con una pañuelo de papel, sacó el coletero y en un par de segundos se preparó un moño bajo que mantuvo a raya los mechones más largos.

   -Muchas gracias, de verdad. No sé qué habría hecho si no llegas a aparecer-suspiró mientras le quitaba el helado y empezaba a chuparlo de nuevo.

   -Voy a recoger a los niños. Están en la piscina con unos amigos y se los tengo que llevar a su madre. ¿Te apetece quedar en un par de horas? Te paso a buscar con el coche y nos vamos a Simancas a alguna de las terrazas de la orilla del río.

   Silvia intentó disimular su sorpresa: ¿le estaba pidiendo una cita por fin? No, si al final, aquella aventura catastrófica iba a ser para bien.

   -Vale-respondió con un trozo de oblea de chocolate en la boca e intentando parecer indiferente.-A ver si tenemos suerte, porque parece que se está preparando un tormentón.

   Y acertó: había avanzado unos metros después de separarse de él, cuando un trueno, seguido de unas enormes gotas dispersas por el fuerte viento, preludió lo que no tardó más de dos minutos en empezar. Como la mayoría de la gente, Silvia entró en uno de los comercios para protegerse. En menos de un cuarto de hora el sol volvía a brillar, aunque las aceras estaban completamente encharcadas.

   Se acercó al semáforo y descubrió que, como de costumbre cada vez que llovía un poco más de lo normal, se habían formado charcos prácticamente insalvables en los pasos de peatones. El peor estaba en el primer tramo del cruce, así que corrió hacia la mediana, justo antes de que se pusiera en rojo, para evitar que la salpicara un coche.

   -¡Cuidado!-Al oír el grito se volvió y vio a un hombre que, al no haber nadie más por allí, evidentemente se dirigía a ella. Por el rabillo del ojo lo vio venir y supo que estaba perdida: un coche a una velocidad que a ella le pareció supersónica, estaba llegando a la laguna formada a su espalda. No parecía dispuesto a frenar y Silvia no podía cruzar a la siguiente mediana sin que otro coche la atropellara. Se apartó lo que pudo y se pegó encogida al árbol que estaba al lado del semáforo. Una ola de agua sucia cayó sobre ella empapándola el pelo, el vestido, las sandalias y el bolso. El hombre llegó a su lado y sacó un pañuelo que guardó inmediatamente, sin saber qué decir o qué hacer ante su lamentable estado.

   Llegó a casa chorreando. La gente la miraba intentando averiguar qué podía haberle pasado. Se negó a llorar; sólo pensaba que tenía una hora para ponerse en condiciones para disfrutar de la cita que llevaba tanto tiempo esperando. Puso la lavadora y se metió en la ducha. Ya estaba prácticamente preparada cuando sonó el teléfono: Sergio.

   -Jo, me vas a matar, pero no podemos quedar: mi ex quiere hablar conmigo.

   -¿Y no podéis hacerlo otro día?-preguntó.

   -Es de los niños y no quiero que me monte un pollo. De verdad que lo siento. Pero mañana te llamo y....

   Silvia colgó. No le apetecía oír nada más. Se puso el pijama, se recogió el pelo con una pinza y metió una piza en el horno. Sacó la ropa de la lavadora y la tendió. Al sacudir bien el vestido para que quedara estirado, uno de sus tangas cayó sobre las cuerdas de abajo.

   -Mañana bajo a por él y así conozco a la vecina nueva-pensó viendo que ya era un poco tarde. Sabía que el piso lo había comprado una mujer soltera ya mayor, pero todavía no habían coincidido.

   Sacó la piza, la cortó y se metió un trozo en la boca mientras terminaba de preparar la mesa. Estaba abrasando y apenas podía masticarla. El timbre de la puerta sonó un par de veces y fue a abrir. No se acordaba de que cuando entró, para no entretenerse y poderse quitar el mojado vestido lo antes posible, había dejado el bolso y las sandalias tirados en el suelo, en la entrada. No había encendido la luz del pasillo, así que no los vio. Al tirar del manillar notó que pisaba algo, pero no miró; al terminar de dar el paso, justo cuando la puerta se abrió del todo, tropezó y cayó de rodillas. 

   -¿Estás bien?-unas manos la ayudaron a levantarse. Según se iba incorporando se encontró ante el moreno de ojos oscuros más impresionante que había visto en mucho tiempo.-Creo que esto es tuyo. Mi tía me ha pedido que te lo suba-dijo entregándole el tanga.

   -Gracias-masculló Silvia con el trozo de piza todavía en la boca, las rodillas doloridas y roja como un tomate. Cerró la puerta de golpe deseando que todo fuera una pesadilla.

   Pero como no lo era, puso la cena en una bandeja, apagó el móvil, buscó entre sus pelis Los puentes de Madison, cogió una caja de pañuelos y se sentó en el sofá. Comer y llorar era lo único que le pedía el cuerpo, así que era a lo que se iba a dedicar.....suponiendo que los dioses, para seguir entreteniéndose a su costa, no decidieran estropearle también el final del día.
  

   

Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

martes, 11 de mayo de 2021

¿Quién tiene que coser los calzoncillos?

 





   Llevo un par de semanas en las que ese antimachismo mío (ya sabéis que la palabra "feminismo" me chirría) ha sido provocado como hacía tiempo que no pasaba. Resultado: tengo cicatrices en la lengua de tener que mordérmela para no montar un pifostio.

   Hace unos días el embellecedor de la manguera de la ducha se descolgó. Por fin una avería baratita y que podía resolver yo solita, así que, más feliz que una perdiz, me fui a ese centro comercial que, aunque no precisamente muy económico, me pilla cerquita de casa y, como tienen de todo, al final es al que termino recurriendo. Después de elegir entre varios modelos, medidas y precios, me dispuse a buscar un dependiente que me cobrara. ¿Recordáis aquellos tiempos en los que no podías ir simplemente a mirar porque se te acercaban continuamente a preguntarte si podían ayudarte? Ahora es todo lo contrario y ya me ha pasado más de una vez que, después de un rato dando vueltas sin encontrarme a nadie, me he dirigido a la puerta con el producto bien a la vista, pensando que, al sonar la alarma y pararme los de seguridad, por fin alguien aparecería para poder pagar. En esta ocasión, saliendo ya de la zona de ferretería, por fin apareció un hombre con el traje de la tienda.

   -Hola, buenas tardes. Quería esto-le dije enseñándole el flexo.

   -Es una manguera de ducha-dijo él cogiéndolo y mirándome.

   -Ya, sí, claro. Menos mal, porque era eso lo que buscaba-le respondí. "Este tío se cree que soy tonta", pensé......Y no me equivoqué: me tocó el típico paternalista condescendiente que piensa que las mujeres somos incapaces de distinguir un destornillador de una llave inglesa.

   -¿La va a instalar usted sola?

   -Sí-a puntito estuve de soltarle: "Es que soy de Bilbao", pero me contuve y, dispuesta a saber hasta dónde era capaz de llegar, añadí: "Aunque es la primera vez que lo hago".

   -Mire: este extremo se enrosca en la alcachofa y este otro en el grifo. No lo haga al revés.

   -Ya, porque sino no se puede encajar-contesté intentando parecer un poco espabilada.

   -Nooo, sí se encaja, pero no queda bien ajustado y puede salirse el agua.

   -Ahhhh, pues muchas gracias.

   -A ver si lo ha entendido bien: este extremo al grifo y este otro al cabezal.

   -Creo que ya lo he pillado-contesté mientras le extendía la tarjeta.

   Me cobró, lo metió en una bolsa y, cuando me disponía a darle las gracias y alejarme, añadió:

   -Recuerde: cada extremo en su sitio correcto o pude provocar un estropicio.

   -Muy amable, gracias-respondí. Y me alejé sorprendida de que todavía haya hombres así. Y entonces recordé la conversación que pillé unos días antes cuando fui a tomar algo a una cafetería.

   Llegué un poco antes que la amiga con la que había quedado, así que pedí una infusión y me dirigí a una de las pocas mesas que había libres. En la de al lado cuatro hombres estaban hablando sobre uno de los temas que mantienen a los españoles en vilo: que cierta famosa por fin haya decidido contar los malos tratos que sufrió durante años. Sorprendida de oír a cuatro tiarrones marujear, les miré mientras recogía los restos de la consumición de los clientes anteriores. No podían ser más diferentes: uno era el típico macho ibérico con un barrigón por encima del cinturón y despanzurrado en la silla; otro iba muy trajeado, de edad media y parecía muy educado; los otros dos eran más jóvenes: uno con ropa informal, que era el que menos hablaba, y el otro, al que, de no ser por el elegante traje que llevaba, habría confundido con un podemita de melena al viento, decía en ese momento:

   -Pues a mí me da pena ver cómo cuenta lo mal que lo ha pasado.

   -A mí también me daba pena al principio, pero ahora ya estoy harto. A ver, que ésa no ha cosido un calzoncillo en su vida-le replicó el de la enorme barriga.

   Acababa de quitarme el abrigo y me paré a medio camino de sentarme, no pudiendo creer lo que acababa de oír. Les miré a punto de soltar lo que ese comentario me provocaba, pero decidí callarme. Ya sentada, no pude dejar de mirarles; incluso con la mascarilla puesta, mi mirada era lo suficientemente expresiva como para que no tuvieran la menor duda de lo que estaba pensando. Me encontraba justo delante de ellos y no me corté un pelo: no aparté la vista ni siquiera para echar el azúcar y revolver el té. Por dentro era como una olla hirviendo a punto de explotar. Ellos no dijeron nada más; sólo me miraban de vez en cuando. Supongo que pensaban que, en cualquier momento, les soltaría algo. Un par de minutos después, se levantaron y se fueron. Respiré hondo y tomé un sorbo. Justo en ese momento llegaba mi amiga.

   -Vaya cara que tienes: parece que quisieras matar a alguien.

   Le conté lo que acababa de pasar.

   -Mira, de verdad que no sabes lo que me ha costado contenerme. Primero: si tú usas los calzoncillos, cósetelos tú. Segundo: ¿de verdad alguien cose hoy los calzoncillos? Tercero: ¿en serio crees que alguien con tanta pasta no tiene a alguien que le cosa los calzoncillos o las bragas, ya puestos? Y cuarto y lo más importante: ¿si no coses los calzoncillos en tu casa pierdes credibilidad a la hora de denunciar malos tratos? La recortada he estado a punto de sacar. Pero, ¿sabes lo que habría pasado si les hubiera dicho algo? Me habrían llamado feminazi o cualquier otra lindeza.

   Así que respiré hondo, bebí otro sorbo y empezamos a ponernos al día de nuestras cosas. 

   Cuando volvía casa para instalar la nueva manguera de mi ducha, recordando los dos incidentes, me alegré de haber evitado el enfrentamiento, segura de que, de no haberlo hecho, aparte de no conseguir nada, porque hay personas que ya no van a cambiar sus ideas, yo estaría cabreada, indignada, nerviosa y exaltada. Y una ya ha aprendido que hay cosas por las que merece la pena luchar y hay otras que son batallas perdidas con las que es absurdo desperdiciar el tiempo.



Texto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados

miércoles, 31 de marzo de 2021

Puedo, pero....¿quiero?





   -¿No tienes carné de conducir?

   -Sí, pero no tengo coche ni quiero tenerlo-respondió con tono cansino.

   Era su primer día en el nuevo trabajo y había estado preguntando por los horarios y líneas de autobús para ir y volver. Como siempre que cambiaba de puesto y no estaba lo suficientemente cerca para ir y venir andando, se tenía que empollar la guía con los itinerarios y las desquiciantes horas de paso. También tenía que lidiar con la incomprensión de sus compañeros que no entendían que no prefiriera la libertad que te da tu propio vehículo.

   Hacía poco que había descubierto la palabra para ese miedo suyo a conducir: amaxofobia. Lo que todavía no sabía era de dónde venía su pánico. 

   Quizá fue por su accidente cuando tenía ocho años. Estaba jugando en la calle con sus vecinos, como casi todos los días. Porque sí, hubo una época en la que los niños podían jugar tranquilamente en cualquier parte, ellos solos y sin supervisión paterna.....y no pasaba nada. 

   -Un, dos, tres, zapatito inglés-gritó el que estaba apoyado de cara a la pared, mientras todos salían corriendo. 

   Cuando Alicia se quiso dar cuenta estaba arrodillada bajo el morro de un 4 latas. Todos vinieron gritando, pero se levantó como si nada. El conductor, más asustado que ella, no se fue hasta asegurarse de que estaba bien. Sólo tenía una enorme herida en la rodilla. Milagrosamente, ningún vecino lo vio, así que los únicos que lo sabían eran los demás niños. Acordaron entre todos no decir nada a sus padres porque sabían que, cuando pasaba algo, el castigo era no salir durante una temporada. No querían imaginar lo que harían los padres de Alicia si se enteraban de que casi había sido atropellada.

   Aunque quizá fue unos años más tarde: el accidente el día que estrenaron el coche nuevo de su padre,  viniendo de pasar una dominguera tarde de verano en el campo. Un atasco impresionante que hacía un trayecto relativamente corto en una insoportable espera, sin aire acondicionado, que eso es un invento nuevo, parados y moviéndose intermitentemente durante más de una hora. Un frenazo repentino del coche de delante, los frenos que su padre todavía no controlaba bien y lo siguiente que recordaba fue su nariz aplastada contra el asiento de su madre. Otra vez gritos, gente asegurándose de que todos los implicados en la múltiple colisión estaban bien y un cartón de huevos completamente destrozados sobre el asfalto, que nadie sabía cómo había ido a parar allí.

   No podía recordar todos los pequeños accidentes que había sufrido; era increíble que nunca hubiera tenido más que golpes sin importancia, aunque lo cierto es que los sustos habían sido impresionantes. Como el día que, subiendo a la Peña de Francia, una cabra saltó justo delante del coche tras el que iban. El conductor, con unos reflejos que Alicia estaba segura de no poseer, pudo frenar a tiempo para no golpearla. O la mañana que, bajando del camping donde estaban instalados en la montaña cántabra, el coche resbaló por el sendero húmedo a causa del rocío y descendió patinando hasta el borde de un barranco, donde afortunadamente se paró. Unas vacas pastando en el prado debajo de ellos les miraron sorprendidas cuando, con piernas temblorosas, bajaron del coche para respirar y comprobar exactamente la situación en la que había quedado el automóvil.

   Así que, mientras todos sus amigos se iban sacando el carné, Alicia nunca vio la necesidad. Hasta que terminó sus estudios, empezó a buscar trabajo y se dio cuenta de que, para muchos empleos, el tener el permiso de conducir era un requisito casi imprescindible.

   Empezó en la autoescuela sin demasiadas ganas. La parte teórica la controló enseguida, así que, en cuanto pudo, se apuntó para el examen. Había hecho sus propios cálculos: el teórico a la primera y, como sabía que con el práctico los nervios jugaban malas pasadas, esperaba aprobar el de circulación a la segunda.

   Salió del examen eufórica; con tantos test hechos se sabía el temario de memoria, así que estaba segura de tenerlo perfecto. Sin embargo, cuando fue a recoger los resultados, le dijeron que no había aprobado. Al principio pensó que era una broma de la chica que llevaba la parte administrativa de la autoescuela, hasta que le pasó el resguardo de la corrección.

   -Quiero una revisión-dijo ante la sorpresa de la otra joven, que nunca, en todos los años que llevaba allí, había oído nada igual.

   -Que no, que esto no es la Universidad. Es un test que se corrige automáticamente y no hay error.

   -Pues se han confundido y ésta no es la corrección de mi examen. Me salió bordado. Estoy segura de no haber fallado ni una.

   No había nada que hacer, así que Alicia se apuntó al siguiente examen para el que apenas estudió y al que acudió todavía mosqueada. Si hubiera podido se habría quedado allí mismo esperando el resultado, pero no se lo permitieron. Esta vez sí aprobó. Y empezó con las clases prácticas, segura de que le tocaría matricularse otra vez porque no creía que pudiera aprobar en la única convocatoria que le quedaba.

   Empezar a conducir fue una experiencia de lo más estresante. El primer día, tras sentarse en el asiento del conductor, su profesor le pidió que arrancara.

   -A ver, no he cogido un coche en mi vida, así que como no me digas cómo hacerlo.....-le contestó ante el estupor del hombre, que suspiró pensando en lo que se le venía encima.

   Y no se equivocó: Alicia era de las que pensaba que las normas están para cumplirlas, así que estaba pendiente de espejos, velocidad y semáforos para no saltarse nada.

   -No nos ha dado el coche que venía detrás de puro milagro. ¿Cómo se te ocurre parar si el semáforo estaba en ámbar?

   -Por eso, porque estaba en ámbar.

   -Pues él ha pensado que ibas a pasar.

   -Pues muy mal pensado por su parte porque el código dice bien claro que el semáforo en ámbar es para detenerte, a no ser que no te dé tiempo.....y a mí sí me daba.

   El hombre suspiró y movió la cabeza con impotencia. Llevaban ya varios días de práctica y no dejaba de sorprenderle. Su paciencia parecía ilimitada. Sólo un día estuvo a punto de perderla.

   -Es la primera vez me adelanta un camión de la basura. ¿Quieres ir un poco más rápido, por favor?

   -Voy a 50, que es el límite.

   Esta vez fue un bufido lo que soltó.

   Llegó el día del examen. Estaba segura de que iba a suspender.....pero no antes de salir del aparcamiento. El coche estaba en batería y había una ligera inclinación, así que en cuanto quitó el freno de mano y arrancó, se deslizó hasta que el profesor pisó el freno....y la suspendieron.

   -¿Por qué frenaste? Iba a hacerlo yo-se quejó.

   -Ya no podía esperar más. Venía un coche y podíamos haber chocado.

   Con la matrícula renovada y tres oportunidades por delante, Alicia se sintió mucho más segura, así que en el segundo intento estaba muy tranquila. Según avanzaba e iba realizando todo lo que la examinadora le pedía, sabía que iba a aprobar. Ya sólo faltaba aparcar. Cuando se lo pidió siguió avanzando.

   -¿No va a aparcar?-le preguntó.

   -Es que no veo el coche gris.

  -¿Que coche gris?-preguntó sorprendida.

   -Me ha dicho que aparque tras el coche gris-respondió ante la cara de estupor del profesor.

   -Le he dicho que aparque tras el coche de ahí. Pero eso fue hace un rato.

   Cabreada y avergonzada, casi se estrella contra los vehículos aparcados.

   En el tercer intento los nervios afloraron de nuevo. Todo fue perfecto, incluido el aparcamiento. Ya estaban volviendo al destino final cuando el examinador le pidió que adelantara al camión que estaba parado en el semáforo. Alicia, al ver que estaba en rojo, pensó que era una trampa, así que esperó a que se pusiera en verde y lo adelantó. Feliz por haberlo hecho todo bien, se bajó del coche sonriendo.

   -Suspenso-le dijo el profesor.

   -¿Cómo?-preguntó ojiplática.-Lo he hecho todo perfecto.

   -Te mandó adelantar al camión y te quedaste detrás.

   -El semáforo estaba en rojo.

   -Te tenías que haber puesto al lado.

   Alicia no sabía si matarle por no habérselo enseñado nunca en las prácticas o echarse a llorar por llegar otra vez a la última oportunidad antes de renovar la matrícula.

   Se presentó a su cuarto intento desanimada y pensando que, hiciera lo que hiciera, terminaría por meter la pata y volvería a suspender. Pero no: esta vez lo consiguió.

   -No sé por qué te ha aprobado: has estado a punto de atropellar a un ciclista por no guardar la distancia de seguridad.

   -No es cierto. No llevo metro, pero estoy segura de que dejé suficiente espacio.

   -Ten cuidado cuando empieces a conducir porque estoy seguro que vas a tener un golpe el primer día.

   Tardó en coger el coche porque en su casa sólo había uno y lo necesitaba su padre para trabajar. Aprovechando el día que tenía que llevarlo a revisión, se ofreció a conducirlo y él aceptó. Llegaron a las verjas de entrada del taller.

   -Frena. No entres porque no sé qué hace ése dando marcha atrás.

   Efectivamente: en el interior del patio había un coche que se dirigía a ellos....y que no frenó hasta que les dio. Alicia recordó inmediatamente las palabras de su profesor. Apenas se notaba el golpe y pensó que si eso era a lo que se refería, ya había pasado la prueba.

   La segunda vez fueron a ver a su familia a una ciudad cercana. Su padre sacó el coche a carretera y allí lo cogió ella. Nunca había conducido a tanta velocidad y le aterraba perder el control. Cuando llegó a la otra ciudad, que conocía perfectamente de copiloto, no dudó en las direcciones a tomar, pero terminó completamente histérica porque los otros coches se cruzaban continuamente sin dar los intermitentes.

   -¿Es que los tienen todos fundidos?-preguntó desesperada.

   A la vuelta ya no condujo ella.....y no volvió a hacerlo nunca más. No podía entender cómo a la gente le gustaba y algunos hasta decían que se relajaban. Alicia terminaba a punto de un infarto y estaba convencida de que aquello no era para ella. Y sí, estaba de acuerdo en que daba mucha libertad, pero era más importante su seguridad.....y la de cualquiera que pudiera tener la desdicha de cruzarse en su camino.




Texto Ana María Blanco Estébanez
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