martes, 9 de febrero de 2021

Cuando nadie puede hacer nada




   Otra vez le tocó correr para no perder el autobús. Por mucho que lo intentara, no había día que no pasara algo que le hiciera salir con el tiempo justo. Por lo menos esta vez no lo vio pasar delante de sus narices mientras esperaba que el semáforo se pusiera en verde. Se sentó jadeando en uno de los pocos asientos que quedaban libres y, como hacía cada mañana camino del trabajo, se dispuso a ordenar sus ideas. Una vez pasadas las fiestas navideñas, el ritmo había ido aumentando y cada vez había más asuntos pendientes. El mes de enero fue tranquilo, pero la agenda de febrero, a pesar de acabar de empezar, ya estaba cargadita. Febrero.....Laura se sorprendió: por primera vez desde que Álvaro se fue, llegaba su aniversario sin llevar días pensando en él. Ya se sabía: el tiempo lo cura todo. En este caso, además de su ausencia, parecía que también estaba curando su enfado y su sentimiento de culpabilidad.

   Los recuerdos de aquel primer día aparecieron de repente. Iba ilusionada por empezar un nuevo trabajo y también por conocer a sus nuevos compañeros. Mientras se los presentaban, fue analizando la primera impresión: la señora mayor borde (que resultó ser como una madre), la que lo sabe todo, la que siempre se presta a ayudar, la competente, el guapo que te mueres.....y Álvaro, alto, simpático, divertido y siempre colaborador. Aunque no era su tipo en absoluto, a los pocos días de estar allí tenía clarísimo que había encontrado un amigo de los de para siempre.

   Fueron años de trabajar juntos, de cafés casi a diario, de risas y también de mosqueos. Le advirtieron de que tenía un carácter muy particular, aunque ella jamás tuvo el más mínimo problema con él. A los pocos meses estuvo de baja un par de semanas y descubrió dos cosas que fueron las únicas que causaron discusiones entre ellos, hasta que terminó aceptando que todos tenemos nuestras manías y que hay que aceptarnos así o no tendríamos a nadie en nuestras vidas.

   Lo primero fue que tenía depresión. Como la mayoría de la gente cuando lo oye, Laura también pensó que era un problema de control y solía decirle que malos momentos tenemos todos alguna vez y que hay que ser fuertes y tirar para adelante. Que además tuviera que medicarse era algo que le parecía excesivo.

   -¿No has intentado bajar la dosis o dejarlo?-le preguntaba al principio cuando le veía en sus momentos buenos.

   -Sí, pero se descompensa todo y luego me cuesta más volver a recuperarme.

   Lo segundo fue que, cuando le pasaba algo, fuera de salud o de cualquier otra cosa, se encerraba en sí mismo cual tortuga en su caparazón. Nadie sabía nada hasta que no lo había superado, porque consideraba que cada uno tiene que solucionar sus problemas y no cargárselos a los demás. Si bien Laura terminó aceptándolo, era algo que la sacaba de quicio, sobre todo porque era recíproco: tampoco se preocupaba por los problemas de los demás, a menos que le pidieran ayuda, porque decía que no quería meterse en la vida de nadie. Y ella, que necesitaba sentir el cariño y el apoyo de su gente hasta para superar un simple resfriado, aprendió a contarle sólo las cosas más graves.

   -Tranquilo que no te voy a poner en el compromiso de preocuparte por mí-solía decirle haciéndose la víctima.

   -La línea entre el interés y el chismorreo es muy fina-le respondía él con su sonrisa picarona.

   -¡Egoísta!

   -¡Cotilla!

   Y los dos se echaban a reír. Lo cierto es que así terminaban casi todas sus discusiones; era imposible enfadarse con él.

   Aunque Laura y Álvaro seguían viéndose prácticamente a diario, aquel grupo de trabajo tan unido se dispersó según fueron cambiando de puestos. Todos mantenían contacto de una u otra forma y, de vez en cuando, quedaban para comer, aunque cada vez era más difícil reunirse. Al final decidieron celebrar una vez al mes el día del chocolate con churros, para poder verse y ponerse al día.

   Los dos últimos meses habían sido caóticos: se acercaba el fin de año y todo el mundo quería cuadrar y liquidar los temas pendientes. Además la gente se cogía las últimas vacaciones que quedaban, así que era un no parar ni para un café. Álvaro y ella hablaban todos los días, pero apenas pudieron quedar un par de veces. Le encontró serio y le preguntó si pasaba algo, sabiendo que, aunque así fuera no se lo diría.

   -Estoy muy cansado. A lo mejor me voy a la playa estas vacaciones para desconectar de todo.

   Primero se cogió ella un par de semanas y, cuando volvió, él ya había empezado las suyas. Cuando a finales de mes no apareció, supuso que, efectivamente, estaba tomando el sol y las había alargado. Una semana después, al ver que tampoco volvía y que nadie sabía nada, empezó a pensar que algo pasaba. El sábado, con la excusa de recordarle que faltaban pocos días para la chocolatada con el grupo, le mandó un mensaje. Lo escribió y borró varias veces porque, aunque quería saber si estaba bien, tenía que ser muy sutil y, aún así, podría no recibir respuesta.

   -Hola. Te recuerdo que el viernes tenemos lo del chocolate. Porfa, confírmame que puedes venir. Si no, buscamos otra fecha.

   Al poco rato lo había leído,  pero no contestó.

   El miércoles siguiente, hablando con uno de sus compañeros, se extrañaron de su ausencia: tanto si estaba de vacaciones como si estaba de baja, tenía que haberlo comunicado al Servicio de Personal, y ellos tampoco sabían nada.

   -Ya verás como el viernes viene. No se perdería el chocolate con churros por nada del mundo-le dijo Laura riéndose.-Te dejo, que me voy a tomar un café.

   A la vuelta, dos de sus compañeras la esperaban en la puerta del despacho.

   -¿Tienes un momento? Tenemos que hablar contigo, pero a solas.

   -Un momento, chicas. Me quito el abrigo, dejo el bolso y estoy con vosotras.

   La llevaron hacia las escaleras.

   -Mira, no sé cómo decírtelo, así que ahí va: Álvaro se ha suicidado.

   Abrió la boca y la volvió a cerrar.

   -Lo sabía. Estaba segura de que le pasaba algo. ¿Cómo ha podido ser tan estúpido? Maldito egoísta...-Laura no dejaba de moverse por el rellano. No gritaba, no lloraba; simplemente enlazaba frases sin parar apenas para respirar.

   La tristeza dio paso rápidamente a la rabia; estaba tan enfadada con él que le habría abofeteado si le hubiera tenido delante. Esa manía suya de callárselo todo....sin dejar que nadie le ayudara....

   Al día siguiente conocieron el resultado de la investigación: aunque encontraron su cuerpo el miércoles, la muerte se produjo el sábado. Y entonces Laura recordó el mensaje que le mandó, probablemente uno de los últimos que leyó, y se sintió culpable por no haber sido más insistente y por no haberle preguntado directamente si le pasaba algo y por no haberle llamado y por....por....

    El chocolate con churros de ese viernes fue el último que hicieron. Sólo hablaron de él, como no podía ser de otra forma, recordándole como le habría gustado: sólo los buenos momentos. Después nadie volvió a poner fecha y lo dejaron pasar.

   Cada año, después de Navidad, a medida que enero avanzaba, su recuerdo se iba haciendo cada vez más fuerte, hasta que, pasada la primera semana de febrero, se desvanecía junto con la rabia y la culpabilidad, tan intensas como aquellos primeros días de conmoción.

   Unos meses atrás, uno de sus contactos en redes sociales, le mandó un enlace a un programa de televisión sobre la depresión. Era un tema que no le interesaba porque todo lo que había visto o leído era más de lo mismo. Sin embargo, el mensaje que acompañaba el enlace: "Tienes que verlo, nunca se ha hecho nada parecido", que además venía de alguien que sabía lo que significaba para ella, hizo que aceptara echar un vistazo.

   El formato era muy atractivo: una reunión en una cabaña en las montañas. Más que una entrevista, era una puesta en común de vivencias y sentimientos. Laura pensó que estaba frente a un grupo de autoayuda en vez de un programa de televisión. No pudo parar hasta que acabó y, cuando se quiso dar cuenta, estaba llorando. Hablaron de la depresión desde el punto de vista médico, pero también desde el punto de vista del enfermo, de los familiares que lo vivían día a día y de los que ya no podían hacerlo porque la enfermedad se los había llevado. Porque sí, por fin su cerebro fue capaz de aceptar que la depresión, como el resto de dolencias mentales, es una enfermedad, como lo puede ser el cáncer o la tuberculosis y que, al igual que ellas, si el tratamiento funciona puedes llevar una buena vida, pero si no lo hace, termina con tu muerte. Que no es una cuestión de fuerza de voluntad y de ser fuertes, sino de desequilibrios químicos y hormonales. Y que hay veces que, por mucho que lo intenten, nadie puede hacer nada por ayudarles. Que todos, pacientes y familiares, pasan por momentos de rabia y culpabilidad, como le pasaba a ella. Cuando acabó siguió llorando unos minutos más; después se secó las lágrimas, respiró hondo y se dio cuenta de que, por fin, perdonaba a Álvaro...y a sí misma.

   El autobús se detuvo. Era su parada; la última del recorrido. Laura se dirigió al recinto donde estaba su lugar de trabajo y se paró de repente: la luna empezaba a desaparecer entre las nubes blanquecinas del amanecer, pero todavía se la veía enorme y brillante en medio del cielo, aún algo oscuro, y estaba situada justo encima del pararrayos de la garita de entrada, como un inmenso chupa-chups. Se imaginó cómo comentarían esa visión tan inusual Álvaro y ella y cómo se reirían. 

   Aunque todavía se sentía culpable por no haber sido más comprensiva con él, el enfado y la rabia habían desaparecido. Ahora, simplemente, le echaba de menos.





Texto Ana María Blanco Estébanez
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