Como todas las mañanas a las 6, ese pitido.....justo cuando más ganas tenía de seguir en la cama. De un manotazo apagó el despertador y tanteó en la oscuridad buscando el interruptor de la lámpara de la mesilla. Y como sucedía las últimas semanas, una luz parpadeante respondió a sus intentos de encenderla. Apretó la pequeña pieza entre sus dedos, pero esta vez no funcionó: la luz parpadeó un par de veces más y terminó por apagarse del todo. Definitivamente tendría que llevarla a arreglar.
Desde que él se fue, parecía que todos los aparatos de la casa habían decidido estropearse. Al principio pensó que tenía que ser una mujer moderna y con recursos e intentó arreglarlos sola. Siempre había sido una negada para esas cosas y, la primera vez que cambió una bombilla, estuvo a punto de celebrar una fiesta cuando vio que funcionaba correctamente. Nunca había tenido que encargarse de ello; tener a un manitas en casa era algo que no había apreciado lo suficiente hasta que el grifo de la ducha se rompió. Compró uno nuevo y, cogiendo unas llaves de la caja de herramientas, se dispuso a colocarlo ella sola. Él lo hacía tan fácil que no entendía cómo tuvo que terminar llamando a un fontanero, que casi le cobró más por ponerlo que lo le había costado el dichoso grifo. Cuando se estropeó el frigorífico, había descubierto que un destornillador era su mejor amigo y que lo mismo servía para un roto que para un descosido, ya que no sólo había apretado todo lo que andaba suelto, sino que hasta logró arreglar la cisterna, ante su estupor, porque no tenía ni idea de qué era exactamente lo que había hecho. Aun así, después de lograr sacar ese aparato monstruoso de su sitio ella solita, sí, la que nunca tenía fuerza para nada, se quedó mirando esa parte trasera, hasta ahora un misterio para ella y, mientras decidía si se atrevía o no a intentarlo, se dedicó a limpiar el hueco que había dejado libre y que, tras 9 años, había acumulado una enorme capa de pelusas. Al final llegó a la conclusión de que era mejor llamar al técnico, que se lo arregló en media hora, usando su secador de pelo y por sólo 20 €, con lo que terminó convencida de que ella también hubiera sido capaz de hacerlo.
Con la lámpara era diferente: eso de andar con la electricidad le daba algo de miedo. Sin embargo, al ver que era difícil que lo estropeara más, ya que no funcionaba en absoluto, se planteó investigar cómo podría arreglarla. Sospechaba que tenía que ser algo que se había soltado. Se descargó un tutorial de San Google, cogió su inseparable destornillador y se encontró con el primer problema: su interruptor no se parecía en nada al del vídeo, que decía bien clarito que lo primero que tenía que hacer era abrirlo. Como no había tornillo ni hueco por ningún lado, apalancó con el destornillador y la tapa saltó......junto con todo lo que había dentro. Resulta que no había nada suelto sino roto, así que se quedó mirando todo ese montón de piececitas sin saber muy bien qué hacer con ellas, puesto que estaba claro que no podría volver a meterlas. Además, tampoco logró ajustar la tapa de nuevo. En fin, esta vez la había liado de verdad. Buscó un plástico de pompas para proteger la tulipa y se dispuso a cambiarse de ropa para llevarla a la tienda de electricidad del barrio de toda la vida, cuando sonó el teléfono.
-¿Te apetece un café?
-¡Pedro!-exclamó-¿No sabrás arreglar una lámpara?-preguntó sin demasiadas esperanzas.
-Puedo echarla un vistazo.
-Pero, ¿tú entiendes de estas cosas?-menos mal que, a través del teléfono, no podía ver su escéptica cara.
Cuando llegó y miró el estropicio, dijo:
-Está rota.
No le respondió, pero su mirada lo dijo todo.
-Vale, pues voy a bajarla a la tienda, a ver si tiene arreglo, o me sale más barato comprarme otra.
-Que sí, mujer. Seguro que te la arreglan rápido. Y si no, pues la tiras y ya.
-Oye, que es nueva
-¿Nueva?-le preguntó sorprendido.-Pues no lo parece. Pensaba que era vieja
-¿Vieja?-casi gritó.-Será "antigua". Es vintage-terminó con ese tono que no podía evitar utilizar cuando le salía la profe que llevaba dentro.
En vista de que no tenía tiempo para tomar ese café, él se fue solo y ella, tras cambiarse y envolver la lámpara en el plástico protector, se acercó a la tienda. Acababan de abrir y sólo estaba la chica que la llevaba. Tercera generación en el negocio. Siempre le había atendido su hermano, así que pensó que, si no estaba, el arreglo tardaría más de lo previsto.
-No sé en qué brillante momento se me ocurrió que podría arreglarla-le explicó con su tono más triste.
-No te preocupes que no es grave-le respondió tras examinarla.-Sólo tengo que cambiar el interruptor.
-¿Tú?-no pudo evitar el tono de sorpresa.-Pensaba que era tu hermano el de los arreglos.
-Pues no-contestó en un tono de cansancio que delataba la cantidad de veces que había tenido que explicarlo.-Él sólo se encarga de los pedidos y del transporte. Es un negado. Los arreglos son cosa mía. Vete a dar una vuelta y te llamo cuando esté arreglada.
Bastante más avergonzada de lo que parecía, salió de la tienda y, para aprovechar el tiempo, decidió que era hora de comprarse unos zapatos. Llevaba semanas intentando mentalizarse para esa tortura. Sabía que por muy caros y buenos que los comprara, pasaría mucho tiempo antes de que dejaran de destrozar sus pies. Cuando entró en la zapatería de siempre, Aurora, la dependienta que, tras tantos años, sabía perfectamente lo que esa experiencia suponía para ella, la recibió con la mejor de sus sonrisas. Eso la tranquilizó. Por primera vez en toda la tarde, estuvo segura de que algo iba a salir bien, por fin. Tras probarse dos modelos, se decidió por los más bonitos. "Si van a machacarme, por lo menos que los luzca", pensó.
Al salir, se quedó pensando qué hacer. Sólo había pasado media hora y no sabía cuánto tardaría en llamarla para ir a recoger la lámpara. De repente se dio cuenta de que estaba agotada, así que decidió ir a casa. No había dado más que unos pasos, cuando sonó el teléfono.
-Ya la tienes arreglada. Pásate cuando quieras a por ella.
-Estoy de camino-contestó feliz.
Cuando llegó, probaron la lámpara para que viera que funcionaba correctamente.
-Muchas gracias. ¿Cuánto es?
-5 €.
De camino a casa, con sus zapatos nuevos de un brazo y la lámpara arreglada del otro, iba tarareando, como siempre cuando superaba alguna de sus crisis, "I will survive", mientras pensaba en la que podía haber liado por 5 €. Y se prometió a sí misma que, al llegar a casa, guardaría ese maldito destornillador en lo más hondo de la caja de herramientas y sólo lo utilizaría para apretar tornillos. Al fin y al cabo, ella no estaba hecha para esas cosas; tenía que aceptarlo.
Texto Ana María Blanco Estébanez
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