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Gala. Foto de Ana Mª Blanco Estébanez |
De pequeñita pasaba parte del verano en el pueblo, con mi abuela. Y de esa época es uno de los primeros recuerdos nítidos que tengo.
Tenía alrededor de 4 años y la nieta de la vecina de la casa de al lado, que era de la misma edad que yo, vino a buscarme para llevarme a ver los cachorros recién nacidos de su perra. Como a cualquier cría de esa edad, la propuesta me entusiasmó: ¡cachorritos!, así que la seguí hasta su corral. Abrió la puerta.......y una enfurecida perra salió corriendo detrás de nosotras. Ella pudo esconderse en la casa; pero yo, que estaba en un terreno que no conocía, sólo corría y corría.....hasta que me caí y unas enormes fauces se clavaron en mi cabeza. Todavía puedo sentir el terror que me invadió y cómo lloraba y gritaba. Tuve suerte.....mucha suerte, porque mordió en duro y no me dejó ni un arañazo; aunque sí un pánico indescriptible a los perros. Ver uno hacía que me escondiera detrás de mis padres, o que cruzara de acera cuando fui creciendo. Sólo la gente que ha pasado por algo así puede entender los sudores y el miedo que te invaden cuando ves un animal al que asocias con el momento más terrorífico de tu vida.
Suponía no ir a casa de amigos que tuvieran perro (afortunadamente nadie de mi familia los tuvo nunca), huir de mis vecinos cuando sacaban los suyos a pasear.....y sentirme estúpida cuando los dueños de los perros más pequeños intentaban convencerme de que no hacían nada, mientras se reían de que una chica tan grande huyera despavorida de un caniche 😓
Ya de adulta fui controlando ese miedo y conseguí pasar por su lado sin apartarme. Incluso acaricié algunos con los que llegué a tener algo de confianza.
Mis sobrinos siempre pedían un perro por su cumpleaños o Navidad, a lo que mi hermana se negaba porque era consciente de los cuidados que necesitan. No son un juguete que se tiene en casa sólo para jugar. Son seres vivos que se convierten en otro miembro más de la familia.
Un sobrino de mi cuñado, de vacaciones en Almería, se la encontró abandonada y les preguntó si querían que la recogiera para ellos. Como los niños ya iban siendo mayores, mi hermana accedió y, hace algo más de 3 años, Gala llegó a nuestras vidas. Estaba en muy malas condiciones y, al principio, las visitas al veterinario fueron continuas. Además, debían haberla maltratado ya que era muy miedosa y no podías tirarle una pelota porque se escondía aterrorizada.
Cuando la conocí, llevaba un par de meses con ellos y era muy juguetona, lo que hacía que me pusiera muy nerviosa, porque, como ya he dicho, necesitaba tener confianza en uno de estos bichos antes de tocarlo. Una vez se puso tan pesada que terminó tirándome al suelo.....y los recuerdos de mi infancia me paralizaron de tal modo que tuvo que venir mi padre a apartarla de mí, porque yo era incapaz de levantarme.
Aprendió que yo era una sosa con la que no podía saltar, correr y a la que no podía lamer o mordisquear, así que, simplemente, se acercaba a mí para que la acariciara, que es lo más que me atrevía a hacer. No era una situación que me gustara, porque mi falta de confianza hacia ella repercutía en algo tan esencial como el momento de sacarla a pasear: no quería salir conmigo a menos que alguien más de la familia viniera con nosotras.
Hasta que, por fin, me conquistó. Cuando me mira con esos ojazos que parecen entenderlo todo, me la comería a besos. Hemos llegado a un entendimiento total y confiamos la una en la otra. Y gracias a ella mi relación con el mundo canino ha mejorado muchísimo. No sé si mi pánico desaparecerá del todo alguna vez, pero lo que sí sé es que nunca podré compensarla por enseñarme lo divertido y cariñoso que puede ser un perro. Además, ahora entiendo a la gente que dice que, en vez de comprarlos, hay que recogerlos. Los perros abandonados te dan tanto cariño que sientes que nunca podrás estar al mismo nivel que ellos 😍
Texto y foto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados
Texto y foto Ana María Blanco Estébanez
Todos los derechos reservados
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